«ACOGER AL NIÑO O NIÑA INTERIOR»

A Ana, porque nunca olvidó a su niña interior y porque fue su insistencia la que ha hecho posible este librito.

La clave para crear sociedades altruistas, empáticas y resilientes es la “segurización”, es decir, la creación de un entorno seguro y afectuoso para el niño, tanto en su hogar como en la escuela, desde los primeros años de vida (Boris Cyrulnik).

Nunca es tarde para tener una infancia feliz (Milton H. Erickson).

Solo encontrándonos con nuestro niño o niña interior, serán posibles la conexión con nuestro valor y nuestra bondad originales, la unificación y la armonía personal, así como el despliegue de todo nuestro potencial.

CONTRAPORTADA

El trabajo con el niño o la niña interior constituye una de las herramientas psicoterapéuticas más eficaces para sanar necesidades tiránicas y miedos irracionales, y de ese modo crecer en unificación personal y en libertad interior. En la medida en que se rescata al niño herido, es posible la liberación del niño original, que nos devuelve nuestro verdadero rostro, caracterizado por la vitalidad, la espontaneidad, la seguridad, la confianza, la inocencia, la alegría de vivir, la creatividad…

De un modo sencillo y práctico, el autor muestra la importancia decisiva de este trabajo psicológico, enmarcándolo adecuadamente y ofreciendo pautas clarificadoras y herramientas pedagógicas para llevarlo a cabo con lucidez y eficacia. Porque, tanto el autoconocimiento como el crecimiento personal y la liberación de ataduras psíquicas que generan sufrimiento y envenenan las relaciones, solo serán posibles gracias al encuentro vivo con nuestro niño o niña interior.

Editorial Desclée De Brouwer

ÍNDICE

Introducción
1.   ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La persona adulta que somos
¿De dónde venimos?
¿Qué pasó con el niño que fuimos?
¿Cómo sigue viviendo el niño en la persona adulta que somos hoy?

2.   Una historia que sanar: rescatar al niño herido
Cuando el niño herido lleva las riendas
Una sanadora presencia de calidad
El camino a recorrer

3.   Una vida que celebrar: liberar al niño original
Al encuentro de nuestro niño original
Alegría de ser, alegría de vivir
Más allá del niño original

Epílogo. El debate en torno a la alegría y la felicidad
Anexo. Práctica psicoafectiva: encuentro con el niño o la niña interior. Guía para la práctica

 

INTRODUCCIÓN

Hablar de “niño interior”[1] significa volver la mirada a los primeros momentos de nuestra existencia -infancia y adolescencia-, aquellos que marcaron con mayor intensidad nuestro psiquismo y pusieron las bases de lo que habría de ser nuestra posterior evolución psicológica.

Podemos aproximarnos al niño que fuimos desde una doble perspectiva: como aquel que contiene nuestra originalidad psicológica, con los rasgos de vitalidad, espontaneidad, seguridad, confianza, alegría de vivir, inocencia, creatividad -y nos referimos a él con la expresión “niño original”- y como aquel otro que guarda las heridas y/o carencias que padeció, con todas sus secuelas dolorosas y disfuncionales -nos referimos a él con la expresión “niño herido”-.

En todos nosotros habitan, en porcentajes diferentes según cómo fue la historia de cada persona, esos dos niños, que reclaman atención y requieren ser integrados, como condición indispensable para avanzar en unificación personal.

En principio, nos resulta más cercano el niño herido que, con frecuencia, se halla a flor de piel. Aunque el que nos define y el que muestra nuestro verdadero rostro es el niño original, es frecuente que este haya quedado relegado e incluso olvidado porque el sufrimiento padecido otorgó prácticamente todo el protagonismo al niño herido. Hasta el punto de que, solo cuando tal sufrimiento va siendo elaborado y resuelto, puede emerger, desde aquel segundo plano en el que había quedado postergado, el niño original. Lo cual no resulta difícil de entender: el malestar acapara toda nuestra atención y tiende a atraparnos, consumiendo toda nuestra energía en el empeño por encontrar el modo de liberarnos de él. ¿Quién pensaría en el niño original -en lo que va bien-, cuando se siente agobiado por aquello que le duele?

En consecuencia, al iniciar el trabajo psicoterapéutico en este campo, es probable que a quien encontremos en primer lugar sea a nuestro niño herido. Y que solo al ir viviendo con él un encuentro sanador, empiece a emerger el niño original que, como veremos, es quien nos llevará a casa, unificando de manera armoniosa toda nuestra persona.

Porque en la medida en que “rescatamos” o liberamos a nuestro niño herido, gracias a la seguridad afectiva que le regala el adulto que somos hoy, emergerá en nosotros el niño original que había quedado aplastado bajo el peso de aquellas mismas heridas. A esto le llamamos tarea de “maternización” y en ella nos va nuestra salud psíquica y nuestro despliegue personal.

Las características que denotan la presencia del niño herido son la desproporción y la repetitividad, junto con sensaciones de vacío afectivo, inseguridad, miedo, ansiedad, retraimiento, agresividad, narcisismo…. De modo que cuando, en la vida adulta, advertimos que reaparecen una y otra vez sentimientos dolorosos y/o reacciones desproporcionadas, ahí se nos está mostrando la puerta de acceso para llegar a nuestro niño herido, primer paso para vivir con él un encuentro sanador y, en cierto modo, restaurador.

Por su parte, el niño original se manifiesta como vitalidad, seguridad, confianza, espontaneidad, alegría de vivir, creatividad…, rasgos que constituyen nuestra originalidad psicológica y que se irán acrecentando en la medida en que avancemos en el encuentro consciente con aquel.

En cualquier caso, es obvio que la madurez psicológica requiere, como condición inexorable, la integración de nuestro pasado que, de no hacerlo, se convertirá en un lastre que nos dificulte caminar o en un bloqueo que nos impida vivir con gusto. Integrar el pasado significa, por tanto, encontrarnos de manera consciente y profunda con nuestro interior, en su doble cara, para rescatar y sanar al niño herido y, de ese modo, permitir que se libere y despliegue el niño original en todo su frescor y belleza.

A partir de mi propia experiencia -tanto personal como de acompañante de procesos psicológicos-, considero que el trabajo con el niño interior constituye la herramienta psicoterapéutica más eficaz para crecer en unificación psicológica, integración y armonía. No en vano todo aquello que tiende a complicar y enrarecer nuestra existencia adulta, en sus diferentes ámbitos, guarda estrecha relación o proviene directamente de experiencias infantiles o adolescentes pendientes de ser elaboradas. Lo cual significa, dicho desde otra perspectiva, que la sanación progresiva del niño herido -tal como espero desarrollar en estas páginas- aliviará nuestro sufrimiento neurótico y atenuará nuestras reacciones desproporcionadas, a la vez que favorecerá el encuentro con nosotros mismos, nos hará crecer en libertad interior y otorgará calidad a nuestro modo de vivir la actividad y las relaciones interpersonales.

Si este trabajo con el niño interior va acompañado de aquel otro encaminado a integrar la propia sombra, por el que reconocemos y aceptamos todo el material psíquico que habíamos relegado, ocultado, reprimido o negado, habremos puesto las bases de una personalidad consistente, sólida, integrada, armoniosa, creativa y entregada[2].

Ambas tareas resultan tan decisivas, a la que vez que complementarias, que me atrevo a afirmar que, si se entiende bien, en ellas se condensa todo el trabajo psicológico y psicoterapéutico. Integrados el pasado y la sombra, emerge la belleza del ser humano, libre de ataduras que se expresaban en necesidades tiránicas y en miedos tan exagerados como irracionales. Liberación que hace posible que la vida se exprese de manera transparente, creativa, eficaz y entregada: que podamos vivir en coherencia con lo que somos.

Tal anhelo -llegar a ser lo que ya somos- empieza a realizarse cuando reencontramos a nuestro niño original -en el plano psicológico, ese es nuestro verdadero rostro o nuestra personalidad- y culmina cuando, integrado y trascendido ese rostro -lo que llamamos “yo”-, comprendemos lo que somos en profundidad, en la dimensión espiritual: consciencia ilimitada o vida plena, desplegándose y manifestándose en esta forma (persona) particular: esa es nuestra identidad.

Tenemos, pues, ante nosotros una tarea apasionante: ¿estamos dispuestos a adentrarnos en nuestro interior para encontramos con la verdad de nuestro pasado y así comprender nuestro presente?; ¿nos sentimos motivados para desear el encuentro con nuestro niño interior y ofrecerle cercanía y seguridad afectiva, que reconstruyan lo herido y rescaten nuestro rostro original?; ¿nos mueve el anhelo de verdad y la fidelidad a nosotros mismos?; ¿nos moviliza el gusto por crecer en unificación personal, integración y armonía? Si descubrimos en nosotros alguna de estas aspiraciones, el trabajo con el niño interior constituye la herramienta adecuada para que tales anhelos se vayan convirtiendo en realidad.

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[1] Para evitar que el texto resulte sobrecargado y tedioso, usaré el genérico en masculino, entendiendo que incluye a ambos géneros.
[2] E. MARTÍNEZ LOZANO, Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal, Narcea, Madrid 2016.

«CUANDO MUERE LA PERSONA AMADA»

RELATO AUTOBIOGRÁFICO DE UN PROCESO DE DUELO

A Ana.

«El duelo es el precio que pagamos por tener el coraje de amar a otro»
Irvin D. Yalom.

En lo que somos, nada ha cambiado.

Poco a poco dejamos ir la pérdida, pero nunca el amor.

La muerte, como el dolor, pasa. El amor permanece.

CONTRAPORTADA

No es lo mismo hablar del duelo que ser traspasado por él. El autor reflexionaba acerca de las pérdidas y los duelos en un libro, ya impreso, pero que aún no había visto la luz -fue publicado unos días más tarde en esta misma editorial-, cuando padeció la repentina pérdida de su esposa, víctima de un brutal y violento atropello.

En este nuevo librito no habla acerca del duelo; relata su propia vivencia dolorida en los tres primeros meses, desde el insoportable desgarro inicial hasta la gratitud vivida como regalo, pasando por un camino jalonado, tanto de añoranzas como de sorpresas, y repleto de enseñanzas. Completa así, sin haberlo pretendido, el libro anterior.

Se habla en él de pérdidas y de duelos, pero lo que el autor realmente narra es una historia de amor que -como todas- trasciende la muerte.

Editorial Desclée De Brouwer

VER LA CUBIERTA DEL LIBRO

ÍNDICE

Introducción

  1. Encuentro
  2. Desgarro
  3. Paradoja
  4. Presencias
  5. Guiños
  6. Luz
  7. Enseñanza
  8. Comprensión
  9. Actividad
  10. Bondad
  11. Añoranza
  12. Gratitud

INTRODUCCIÓN

El pasado día 16 de agosto fallecía mi amada esposa, Ana Etxeberria Zarautz, a consecuencia del violento atropello sufrido el día anterior cuando paseaba en bicicleta. El mundo se detuvo para mí en aquel momento y, en medio de un desconcierto atroz, creí sentir que todo había acabado.

Los días que siguieron estuvieron marcados por el desgarro emocional y el aturdimiento mental, la melancolía más gris y la desesperanza más abrumadora, el llanto casi constante y el desconsuelo del sinsentido.

Poco a poco, sin embargo, tal como trataré de describir en las páginas que siguen, fue emergiendo la luz en medio de las tinieblas más oscuras y, a partir de ese momento, paso a paso y con total sorpresa por mi parte, la presencia amorosa de Ana, pacientemente, me ha ido reconstruyendo.

A lo largo de estos tres meses, he ido poniendo por escrito mis sentimientos, como una forma de desahogo e incluso de terapia. Y, unido a la posibilidad de verbalizarlos ante personas de confianza, constato el beneficio que todo ello me ha aportado.

Esos escritos estaban destinados a permanecer en mi escritorio, si bien su contenido se hallaba ya guardado en mi corazón. Pero, muy en línea con lo vivido en estos meses, hace pocos días tuve la intuición -¿o me lo dijo Ana?- de que sería bueno sacarlos a la luz. Intuición o voz interior, de lo que no tengo duda es que ha sido ella quien me ha impulsado a dar forma a este librito, como si fuera continuación -segunda parte- de aquel primero que habíamos elaborado juntos unos meses atrás y al que, sin haberlo pretendido, completa.

El libro al que me refiero es el titulado Pérdidas y comprensión. ¿Cómo vivir los duelos?[1] y vio la luz apenas veinte días después de la partida de Ana, si bien se hallaba ya impreso con anterioridad. Lo cual no ha dejado de intrigarme en este tiempo pasado. ¿Por qué el interés de Ana en que ese libro viera la luz justamente en ese momento, cuando de ninguna manera podíamos imaginar que la pérdida sería la suya y el duelo habría de vivirlo yo? ¿Fue una premonición? ¿Era una forma de prepararme para vivir lo que me iba a sobrevenir? Lo cierto es que Ana puso un especial interés en él, insistiéndome particularmente en que presentara guías de trabajo que ayudaran a vivir los duelos, para que las personas no quedaran atascadas en el dolor prolongado, complicado o enmascarado.

Al releer aquel libro, sigo considerando adecuado todo lo que en él se expresa. Sin embargo, no es menos cierto que, de escribirlo hoy, no sería igual. He aprendido en mi propia carne que una cosa es hablar del duelo y otra, bien diferente, sentirse traspasado por él. Y eso fue justamente lo que sentí en aquellas primeras semanas, un dolor que me atravesaba y desgarraba por dentro.

Si lo hubiera escrito hoy, sería un libro más personal y más experiencial. Porque no es lo mismo hablar de algo que conoces por referencias, aunque te hayas informado lo mejor posible, que hacerlo a partir de una experiencia vivida en primera persona. Y esto es precisamente lo que he querido ofrecer en estas páginas, en las que intento compartir lo que es un duelo vivido “desde dentro”, tratando de expresar por escrito aquellas experiencias que me han marcado de una manera tan honda.

No hay en este pequeño libro ninguna “teoría” acerca del duelo -sigo dando por válidas las reflexiones que contiene el anterior-, sino una especie de “diario” que fue recogiendo en vivo una experiencia personal, a la que me entregué en cada momento, tal como me era dada.  

A lo largo del texto se irán desgranando los elementos que iban tomando más relieve, pero ya desde esta misma introducción quiero subrayar dos de ellos que me resaltan de manera especial.

El primero es la sorpresa. Seguro que lo repetiré más de una vez, pero no puede ser de otro modo, ya que fui y sigo siendo el primer sorprendido por todo lo que se ha ido moviendo dentro de mí en solo tres meses. Si sorprendente, por inesperada y repentina, fue la partida de Ana, no lo ha sido menos todo lo que he ido viviendo a continuación. Y no me refiero tanto a la intensidad del dolor -nada difícil de entender-, cuanto a todo lo que fue surgiendo del mismo. He vivido en una sorpresa continua ante el modo como se me iba regalando sentir la presencia de Ana. Sorprendido por sus regalos y los efectos que producían en mí, no he podido sino rendirme a la evidencia de algo que nunca había buscado, ni siquiera imaginado, pero que se me imponía interiormente como una evidencia innegable. Porque la sorpresa no se refería únicamente a lo que se regalaba sentir; me he ido sintiendo igualmente sorprendido por la transformación que todo ello iba operando en mí, en mi vida cotidiana, en la relación conmigo mismo, en las relaciones interpersonales, en la actividad… Todas las dimensiones de mi existencia se fueron, sorpresivamente, impregnando de la presencia de Ana y transformando gracias a ella.

Nada de lo que aquí relato lo busqué de manera intencional; sencillamente, lo recibí. De ahí mi sorpresa constante, garantía de la verdad de lo que se me regalaba vivir. Y este es el segundo elemento que quiero recalcar: la enseñanza que Ana me estaba ofreciendo constantemente a través de lo que se me hacía experimentar. Siempre fue una gran pedagoga y hoy lo sigue siendo conmigo, fortaleciendo certezas, poniendo acentos, resaltando prioridades, aportando matices, subrayando actitudes, abriendo caminos, cuestionando comportamientos…, como si me fuera pasando las notas que plasmaba en sus habituales cuadernos de trabajo, con aquellos lápices y bolis tipo fosforito que tanto le gustaban y tan útiles le resultaban.

Como quedará claro en su lectura, todo lo vivido en estos tres meses lo tomo como una profunda enseñanza que Ana me ha ido -y me sigue- regalando de manera continuada. Se trata de cuestiones que formaban parte de nuestras conversaciones habituales y que, sin embargo, en gran medida me han sabido a nuevas por dos motivos: en primer lugar, porque el dolor y el desgarro, ablandándome por dentro, me habían conducido a una situación única para poder aprender -de hecho, estoy viviendo todo este proceso, desde su inicio mismo, como un aprendizaje continuo, queriendo aprender de todo lo que me iba sucediendo, tal como Ana repetía siempre: “¿Qué tenemos que aprender de esto?”– y, en segundo lugar, según he expresado antes, por la carga de sorpresa con que llegaban hasta mí.

Insisto en la sorpresa, no solo porque el modo de sentir la presencia de Ana me tomó totalmente desprevenido, sino porque considero que la sorpresa es señal de no apropiación. Puedo controlar lo que elabora mi mente, porque lo voy dirigiendo yo mismo, pero la sorpresa se me escapa por completo. Y justamente ahí es donde veo un signo de verdad de lo vivido.

La sorpresa, como la intuición, no nace de la mente ni, por tanto, del ego. Simplemente, se constata. Así me ha ocurrido en todo este tiempo, en que no salía de mi asombro -y gratitud- a medida que constataba lo que se iba produciendo. En la gratitud permanezco, dejando que la vida sea y se exprese.

Zizur Mayor (Navarra), 16 de noviembre de 2023,
a tres meses de la partida de Ana.

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[1] Editado también por Desclée De Brouwer, Bilbao 2023.

«PÉRDIDAS Y COMPRENSIÓN. ¿CÓMO VIVIR LOS DUELOS?»

CONTEXTO

          Durante meses, con cuidado, esmero y un marcado interés pedagógico, mi querida Ana y yo nos dedicamos a preparar este libro, así como los encuentros en los que pensábamos ir desarrollando su contenido. Recuerdo la insistencia de Ana en que fuera un texto que ayudara a afrontar las pérdidas y que invitara a trabajar los duelos, para que las personas no quedaran “atascadas” en el dolor, sino que pudieran vivir tales situaciones como oportunidades de vida. Y me vuelve, una y otra vez, su pregunta ante cada situación difícil: “¿Qué tendré que aprender de esto?”.

          En todos aquellos meses estaba lejos de imaginar que la pérdida sería la de Ana y que el duelo habría de vivirlo yo. Una pérdida tan inesperada y repentina como brutal y violenta. Un duelo desgarrador en el que te sientes a punto de romperte por dentro. Y, sin embargo, una vez más, Ana tenía razón: “¿Qué tendré que aprender de esto?”.

          Si tuviera que escribir hoy este libro, sin duda podría transmitir vivencias personales de las que antes carecía: he aprendido bien que no es lo mismo hablar sobre el duelo que sentirse atravesado por él. Sin embargo, sigo considerando su contenido completamente válido y deseo que pueda ayudar a acoger las inevitables pérdidas y a vivir los duelos de manera constructiva, de cara a crecer en comprensión de lo que somos. Porque, en último término, eso es lo que se halla en juego: comprender que somos justamente aquello que nunca se puede perder. 

A Ana.

No es el cambio lo que produce sufrimiento, sino tu resistencia a él.
Buddha.

Me habría ido al fondo, si no hubiera ido al Fondo.
Søren Kierkegaard.

CONTRAPORTADA

Todo se ventila en la comprensión de lo que somos. Sin ella, naufragamos en la ignorancia, nos perdemos en la confusión y nos hundimos en el sufrimiento. ¿Qué tener en cuenta para que las pérdidas, no solo no nos hundan en el sufrimiento, sino que puedan abrirnos las puertas a la comprensión?

Si no queremos que envenenen nuestra existencia, con su carga de frustración, dolor y rabia, las pérdidas de todo tipo -de salud, de afectos, de dinero, de creencias o ideas muy arraigadas- requieren vivir un duelo consciente y lúcido. Solo así, sin negar el dolor que conllevan, pueden resolverse adecuadamente.

El autor analiza la inevitabilidad de las pérdidas, a la vez que muestra cómo vivir el duelo de las mismas, sorteando las trampas más frecuentes y proponiendo las actitudes más constructivas. Así vividas, las pérdidas se convierten en oportunidades de comprensión y de crecimiento, incluso en ganancia, regalándonos claves fundamentales para nuestro vivir cotidiano.

Editorial Desclée De Brouwer.

ÍNDICE

Introducción

1. Cuando llega la pérdida

Salud y muerte
Afectos y soledad
Dinero e inseguridad
Creencias y vacío de sentido

2. El proceso del duelo

No-evitación y no-identificación: la sabiduría de la aceptación
Las etapas del proceso
Trampas más frecuentes
Actitudes constructivas

3. Pérdidas, duelo y comprensión

Pérdidas y crisis: aprender a soltar
El duelo más allá de la razón
Vivir en la luz de la comprensión: dos claves o actitudes básicas
Primera clave: La Vida (la consciencia) es el único sujeto
Segunda clave: Decir sí a lo que viene

Epílogo: La sabiduría y el poder de la gratitud

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INTRODUCCIÓN

Dad palabras al dolor. La desgracia que no habla murmura en el fondo del corazón, que no puede más, hasta que le quiebra.
William Shakespeare.

De entrada, el término “duelo” aparece revestido de colores oscuros -hasta no hace mucho tiempo, el luto exigía un negro riguroso- y cargado de connotaciones negativas. Evoca pérdida y dolor. Y ambas realidades hacen aflorar nuestra vulnerabilidad, despiertan nuestros miedos y activan nuestras defensas. Y, sin embargo, una experiencia de duelo, elaborada de manera constructiva, puede convertirse en un momento decisivo de nuestra historia personal, en una oportunidad de comprensión y, por tanto, de liberación. Comprensión de lo que somos -más allá del dolor y de la pérdida- y liberación, tanto de la confusión o ignorancia que nublaba nuestra visión, como del sufrimiento inútil que envenenaba nuestra existencia.

Por extraño que pueda parecer, el ser humano tolera mal la pérdida. A pesar de que la evidencia cotidiana nos muestra de manera constante que todo el mundo de las formas es impermanente, solemos vivir absolutizando aquellas realidades a las que nos habíamos adherido, como si nunca las fuéramos a perder.

En lugar de reconocer la inexorabilidad de todo tipo de pérdidas y asumir de manera consciente el duelo que suponen, tendemos a rechazar lo evidente desde una actitud de resistencia, que no hace sino convertir el dolor inevitable en sufrimiento atormentado, tan inútil como estéril[1]. Y seguimos instalados en el rechazo de todo aquello que contraría nuestras expectativas, en guerra con la realidad, como si nuestro cerebro no admitiera la más mínima frustración. En cualquier caso, y sea lo que fuere de la programación cerebral, lo que parece innegable es el guion que rige el funcionamiento del ego y que puede formularse de este modo: “La vida tiene que responder a mis expectativas”.

Se trata, obviamente, de un guion marcadamente egocéntrico y narcisista que genera y alimenta una baja -o nula- tolerancia a la frustración. Pero en tanto no se desenmascare su engaño, no habrá salida posible, ya que, detrás del mismo, se da otro fenómeno que va a condicionar todo el proceso: nuestra identificación con el mundo de las formas.

Llamo “formas” a todo tipo de objetos -externos o internos, materiales o mentales/emocionales- que podemos observar. Pues bien, desde el inicio mismo de nuestra existencia se va produciendo una identificación con ellas: con el propio cuerpo, con los objetos que apreciamos, las relaciones, las emociones, los pensamientos… Una vez establecida esa identificación, es inevitable que la pérdida de cualquiera de esos objetos se vea como amenaza a la propia seguridad y, en último término, como muerte del yo. Al ver desaparecer aquello donde había puesto mi identidad, creeré que es mi propia identidad la que se va a diluir. No es extraño que, tras esa lectura, aparezca con fuerza la rebeldía violenta, la frustración amarga y el terror al vacío.

El hecho de que la impermanencia sea la ley que rige el mundo de las formas pone de manifiesto que el cambio y la pérdida, en todos los ámbitos, son consustanciales a ese mismo mundo. Antes o después, iremos perdiendo todo lo que hemos valorado.

Ante ese dato, quedamos inevitablemente inermes: tanto la impermanencia como la pérdida son inexorables. Y el dolor será, a lo largo de la existencia, nuestro inseparable compañero de camino. Carecemos de poder para impedirlo. Sin embargo, eso no significa que estemos condenados a la resignación estéril. Nuestro poder radica en el modo como vivir las pérdidas, es decir, en la manera como vivimos el duelo.

El duelo puede vivirse como una experiencia de desolación o una oportunidad de comprensión y de liberación. ¿Cómo acoger las pérdidas y vivir los duelos de una manera constructiva? Esta es la cuestión decisiva, ya que la misma circunstancia puede desembocar en hundimiento o en liberación. Y este es el objetivo del presente escrito: ayudar a vivir el inevitable duelo del modo más constructivo.

La vivencia adecuada del mismo comportará prestar atención a nuestro doble nivel: psicológico y espiritual. Lo cual se habrá de concretar en las claves y herramientas necesarias para vivir de manera constructiva todo el proceso generado por cualquier tipo de pérdida.

Será necesario atender nuestra dimensión psicológica teniendo en cuenta el propio proceso del duelo. Y será igualmente necesario e imprescindible iniciar un camino de indagación y de experimentación -ese es el camino espiritual- para liberarnos de la ignorancia que se halla presente siempre en todo sufrimiento.

Es la ignorancia la que nos lleva a atribuir a las formas -cuerpo, afectos, bienes, creencias…- una valoración desajustada. Y es también la ignorancia la que nos hace poner en ellas -de manera consciente o inconsciente- nuestra identidad. Pero, ¿no cambiaría algo decisivo si fuéramos capaces de ver las formas en su valor real y si reconociéramos que nuestra identidad no se ventila en ellas? ¿No viviríamos la pérdida y el duelo de otra manera?

He nombrado los elementos que, de un modo u otro, se conjugan en la experiencia del duelo: impermanencia, pérdida, apego, frustración, vulnerabilidad, necesidades, miedos, ignorancia, sufrimiento, comprensión, liberación… Todo ello habrá de ser afrontado en estas páginas.

El objetivo es aprender a acoger todo lo que nos ocurre como oportunidad para crecer en comprensión de lo que somos y vivirnos en coherencia con ello, desde una serena y gozosa libertad interior. ¿Cómo nos situamos ante el hecho de la impermanencia?, ¿cómo vivimos las pérdidas?, ¿cómo afrontamos la frustración?, ¿qué hacemos con los inevitables duelos?… Las respuestas a todas esas cuestiones habrán de pivotar -no podría ser de otro modo- en torno a la comprensión de lo que realmente somos.

Por lo que se refiere a la forma, opto en esta ocasión -como en otros libros anteriores- por el tipo diálogo. Tal formato me permite recoger de un modo casi literal las cuestiones que me plantean con más frecuencia, a la vez que favorece avanzar en la exposición de los temas, volviendo sobre aquellos puntos que pudieron quedar no suficientemente desarrollados. Confío en que dicho formato haga el texto más accesible y, en consecuencia, facilite su comprensión.

Finalmente, deseo expresar mi gratitud a José Joaquín López-Hermoso quien, al saber que estaba elaborando este tema, me hizo llegar su “Trabajo Fin de Máster”, que me aportó valiosas referencias[2]. Muchas gracias.

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[1] El psicólogo David RICHO, Las cinco cosas que no podemos cambiar. Y la felicidad que hallamos cuando lo aceptamos, Neo-Person, Madrid 2013, habla de “cinco cosas o hechos en nuestras vidas que no podemos cambiar y que luchar contra ellos, no aceptarlos, nos hace infelices”. Estos cinco inevitables determinismos o leyes inmutables de nuestro existir son: la primera, que todo cambia y acaba. La segunda, que las cosas no siempre suceden como las habíamos planeado. La tercera, que la vida o las cosas no siempre son justas. La cuarta, que el dolor forma parte de la vida. Y, la quinta, que la gente no siempre es amorosa y leal.

[2] J.J. LÓPEZ-HERMOSO, El duelo amoroso. La ruptura sentimental en la pareja. Herramientas para el counsellor. Trabajo final de “Máster en Intervención en duelo”, Madrid 2019 (inédito).

«PROFUNDIDAD HUMANA, FRATERNIDAD UNIVERSAL. LA ESPIRITUALIDAD NO-DUAL»

A Ana, compañera de vida, admirando su profundidad y su capacidad de amar.

A Ecequiel Subiza, Txemi Pérez y Josu Erro, compañeros de camino en esta nueva andadura.

Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre. Ese algo es lo que somos
José Saramago.

La filosofía sapiencial no tiene como objetivo proveernos de teorías o de modelos mentales; no nos invita a cambiar unas creencias por otras; nos propone situarnos en ese fondo lúcido donde radica nuestro sentido del bien, de la belleza y de la verdad
Mónica Cavallé.

CONTRAPORTADA

Para sorpresa general, la espiritualidad es un valor en alza. Pero en realidad, la emergencia espiritual de la que somos testigos no resulta algo extraño: liberada de lastres del pasado y de superficialidades postmodernas, espiritualidad es sinónimo de profundidad humana y, por tanto, de fraternidad universal. Se trata de una espiritualidad sin adjetivos que no deja nada fuera, sino que lo abraza todo.

Así entendida, la espiritualidad no se refiere a algo que pudiéramos tener –una cualidad o actitud–, sino que nombra aquello que somos en lo profundo, a la vez que nos propone el modo de reconocerlo. En diálogo con los críticos de la que llaman nueva espiritualidad, el autor, aun reconociendo los riesgos que la acechan y que es necesario detectar con lucidez, trata de clarificar rigurosamente sus contenidos y de mostrar la profunda riqueza que encierra.

 El desafío espiritual consiste en comprender lo que somos y buscar modos de compartirlo, celebrarlo y hacerlo operativo para dejarnos transformar por ello, personal y colectivamente. Solo la verdad libera, solo la comprensión transforma.

Editorial Desclée De Brouwer

ÍNDICE

Prólogo: Un salto de consciencia, de Javier Melloni
Prefacio: La generación del deshielo, de Ecequiel Subiza

 Introducción. Espiritualidad: comprender lo que somos

  1. La espiritualidad a debate

La “nueva” espiritualidad
La paradoja
El yo
La no-dualidad
La teoría transpersonal
La sutil trampa teísta
Dios y el misterio último de lo real
La salvación
Fraternidad y compromiso
El equívoco de partida que da lugar a la pseudo-espiritualidad
“Dios (y el compromiso) en tiempos líquidos”

  1. Profundidad humana: una espiritualidad sin adjetivos

El regreso a casa: experimentar la plenitud, dejarse transformar
Un camino de integración: paz y dinamismo
El amor como certeza y la vivencia de la unidad
Un test verificador: gozo, confianza y entrega
Fluir y comprometerse: la libertad de vivir diciendo sí a la vida
No-dualidad: el abrazo de trascendencia e inmanencia
El silencio, puerta a la profundidad
Vivir en el Testigo: el momento decisivo en el camino espiritual

  1. Fraternidad universal: el territorio compartido

La trampa del narcisismo
La dimensión relacional
La profundidad es amor
Compasión: poner amor donde hay dolor
Compromiso: el amor hecho acción
Política: transformar las estructuras para favorecer la vida
No-dualidad y cuidado de las víctimas

Epílogo. Favorecer el diálogo

Anexo 1. Alienación y negocio: las trampas de la espiritualidad

Anexo 2. Ciencia y espiritualidad

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PREFACIO
La generación del deshielo

 Ecequiel Subiza

Los nacidos, mujeres y hombres, hacia la mitad del siglo pasado formamos una generación especial. Es la que ha pasado de vivir entre penurias y ataduras de todo tipo en los años cincuenta, a instalarse en el cambio. Si hoy hablamos de una sociedad y de una forma de vida líquidas, podemos afirmar que nuestra generación ha sido el deshielo que la ha hecho posible.

No sé si, en aquellos años, se plantaron semillas de futuro o si empezaron a despuntar las flores germinadas en el sufrimiento tremendo de las guerras de la primera mitad del siglo.

En todo caso, somos la generación del cambio: para muchos de nosotros y nosotras, la fecha clave es mayo del 68, que centra en la revuelta de París las ansias y anhelos de aquella juventud que afirmaba: “seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Los años sesenta son ricos en acontecimientos significativos:

  • La religión católica, fundamental en esta parte del mundo, se había visto sacudida por el Concilio que acabó en 1965 y que fue “convenientemente domesticado” en las décadas posteriores.
  • Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, entre otros muchos, impulsaban el existencialismo como filosofía que confrontaba la existencia con la esencia.
  • El ruido de los tanques en una noche de agosto del 68, tan estremecedoramente narrado en la película “La insoportable levedad de ser”, rompía la Primavera de Praga y con ella el sueño de un socialismo real más consecuente.

Hubo muchos autores, sobre todo teólogos protestantes, que reflexionaban sobre el cambio que se abría camino. Harvey Cox publicó en 1965 su obra “La Ciudad secular”, que alcanzó ventas superiores al millón de ejemplares. El paradigma de la secularización, que nace en estos momentos, tiene en su germen mucho de lo que hemos vivido décadas más tarde con la evolución de lo religioso. Una visión del mundo está decayendo, fruto de la diferenciación y autonomización de la sociedad y la religión. Empieza a descender el número de creyentes y de practicantes de la religión. Se desvía, a nivel social y cultural, la atención del mundo sobrenatural hacia el interés por los asuntos de este mundo.

H. Cox dice al principio de su obra: «El surgir de la civilización urbana y el colapso de la religión tradicional son los dos mojones principales de nuestra era; son también movimientos íntimamente ligados». Es lo que Bonhoeffer llamó, ya en 1944, «la mayoría de edad del hombre».

La sociedad, el mundo, ya no estaban bajo la tutela y/o vigilancia de la religión, de las iglesias, y por eso nos preocupaba y mucho lo político y todas las causas que en ello se juegan. Y junto a nuestros libros de teología, ya bastante plurales, empezamos a estudiar sociología, marxismo, a valorar todas las revoluciones posibles, a perseguir todas las causas nobles que creíamos podían ayudarnos a cambiar el mundo. Todo ello formaba parte de la utopía, el mundo nuevo que, aunque inalcanzable, era el motor de la vida.

En las paredes de la colina de Montmartre de París, se podía leer “Dieu est noir et femme”. Afirmar que Dios no pertenece a la raza blanca o al género masculino, puso en solfa la imagen imperturbable de Dios que hasta entonces teníamos. Creo que esta relativización de lo que puede ser Dios es decisiva para entender el declive, incluso la desaparición, de las religiones.

Se confirmaba la muerte de Dios anunciada por Nietzsche. Al menos del dios del mito, del dogma, del dios antropomorfo, del dios administrador de nuestras vidas y dueño de nuestros destinos.

Vivimos con estas pasiones, con estos anhelos, nuestra mejor juventud.

Muchos de nosotros, en aquellos momentos, optamos por seguir en la Iglesia o al menos en los aleros de su tejado, tratando de combinar las nuevas ideas, los nuevos conceptos con el compromiso social y político en sus muchas facetas.

El lógico sucederse de las estaciones cambió en este momento y tras la primavera no llegó el verano, vino el invierno. En lo religioso se produjo una involución. Duró años. Iniciada ya la segunda década del siglo XXI no se ha superado del todo. Se desactivaron los frutos del cambio conciliar y se sofocaron todos los movimientos o doctrinas que impulsaban el cambio, la liberación, la salvación integral de las personas.

Pero hace como diez, quince o veinte años, primero soñamos y después nos pusimos a ello: podíamos salir del letargo, de las dependencias, de las alienaciones, si dábamos los pasos adecuados. Así lo vivimos al menos en muchos ambientes del sur de Europa. Había que tirar el agua sucia de la bañera.

A nivel más local, puedo atestiguar que muchos y muchas evolucionamos hasta dar el paso y abandonar la Iglesia. Pero el anhelo y nostalgia estaban bien vivos. Necesitábamos nuevas claves interpretativas, renovar nuestra cosmovisión, incorporar los nuevos conocimientos, reinterpretar el humanismo, la salvación, la historia, el cambio social.

Silencio, contemplación, meditación sobreviven en formas no tan alejadas de las anteriores. La búsqueda se hace interior, personal, en el pequeño grupo como máximo. Empezamos a leer y escuchar distintas voces. Y a meditar…

Ahí, precisamente ahí, la vida nos presentó a Enrique Martínez Lozano: con paciencia, con respeto, nos fue hablando de la comprensión y la compasión, de la Realidad, de la no-dualidad, de lo transpersonal. Poco a poco, en un despertar, prolongado o no en el tiempo, las creencias se fueron sustituyendo por la reflexión sobre nuestra identidad humana y la experiencia personal de la misma.

Se alumbra entre nosotros, en libertad, una nueva forma de entender la vida en profundidad. La salvación, tan ansiada, ahora es sencillamente comprensión de lo que somos. Nuestra identidad es común. “Somos distintos, pero somos Uno”, es la clave.

Enrique entreteje psicología con espiritualidad y lo hace vida en su propia vida de cada día. Se podrán discutir sus propuestas, pero las avala con su vida. Va moldeándose a sí mismo en base a lo que descubre en su indagación interior.

Frente a muchas de las propuestas actuales, Enrique no quiere erigirse en maestro ni forma en torno a sí grupos o movimientos especiales. Ni escuelas de ningún tipo. Tampoco su actividad busca alojo en la “industria de la espiritualidad”. Vive alejado del dinero y de sus prebendas. Atento a la Realidad y la Vida, va evolucionando. No se estanca en los pasos dados o en los caminos recorridos.

En este sentido, creo que el libro que nos presenta ahora Enrique aporta nuevos hitos en el ya largo camino recorrido. Hay palabras que se van enriqueciendo y otras logran su sentido más pleno. Es el caso de la palabra “paradoja”, que adquiere centralidad como dimensión básica de lo real. Pero más importante es la definición de espiritualidad. Ya teníamos asumido que no hay distintas espiritualidades. Hay distintas religiones, distintas ramas en cada religión, distintas tradiciones de sabiduría, pero espiritualidad solamente hay una. Y no es un campo de la inteligencia. Es mucho más que la “inteligencia espiritual”.

El problema es que la palabra “espiritualidad”, por su acumulado uso histórico, se ha hecho muy polisémica y genera equívocos. Se ha tratado de sustituirla por otras más adecuadas, cayendo, a veces, en casi definiciones.  Por todo ello nos parece acertado que Enrique utilice como sinónimo la palabra “profundidad”. Su uso, sin duda, acota mucho mejor cuanto queremos decir cuando hablamos de espiritualidad.

Pero este libro nos fija otros términos que ya nos eran urgentes. Y me fijo, por brevedad, solamente en tres: política, compasión y víctimas.

Nosotros, los del 68, los que fuimos militantes de base en la misma Iglesia o en otras organizaciones sociales, no nos habíamos olvidado de lo político.

La profundidad es compasión, es amor. Pero el amor tiene, siempre ha tenido, una dimensión social y universal. No tiene límites espaciales. Por eso el amor se hace compromiso cuando se transforma en acción y en acción política.

La intuición, la certeza de la unidad transpersonal, del Uno que somos, nos impulsa hacia la igualdad. Pero para que la igualdad se transforme en fraternidad son necesarias la justicia y la libertad. Y eso es política. La política denostada por muchos, entre otros por la propia Iglesia, como algo negativo.

“Todo otro es, en realidad, no-otro de mí”, afirma Enrique. No hay nadie que nos sea ajeno.

Este libro que vamos a leer es fruto de una apuesta por el diálogo con quienes, desde posiciones religiosas, afirman que la espiritualidad no-dual se olvida de la política, del bienestar social, de las víctimas al fin. Es cuando menos curioso, desde nuestro punto de vista, que lo hagan desde dichas posiciones.

Ojalá que la iglesia católica se abriera a un diálogo sincero con las nuevas formas de entender la vida en general y la humanidad en particular.

No, no nos olvidamos de las víctimas. En la no-dualidad muchos hemos encontrado una interpretación plausible del dolor, del sufrimiento y de lo que cada día viven las víctimas.

El ser humano vive entre el anhelo y la memoria. De la fusión de ambas cosas surge la nostalgia del futuro, la emoción que nos trae el pre-sentimiento de nuestra casa.

Por eso, desde la no-dualidad, desde la espiritualidad o profundidad laica, seguimos pidiendo lo imposible: Igualdad, justicia, libertad, fraternidad, paz.

Por este orden.

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INTRODUCCIÓN
ESPIRITUALIDAD: COMPRENDER LO QUE SOMOS

El ser es uno solo. Los sabios le llaman de muchas maneras
Rig Veda.

El camino espiritual es un camino de comprensión[1]. No me refiero a un conocimiento meramente conceptual ni, mucho menos, a elucubraciones mentales; no se trata de ideas, conceptos o creencias acerca de la realidad, sino de una comprensión experiencial o vivencial de la misma. De hecho, la comprensión nunca se produce en la mente: no solo porque esta es incapaz de atrapar la verdad, sino porque no puede ir más allá de barajar opiniones escuchadas a otros y elaborarlas de un modo en apariencia distinto, pero nunca realmente creativo. Por eso, llamamos “erudita” a la persona que posee muchas “cartas” y gran destreza para barajarlas. La erudición -dijera Macedonio Fernández- es una forma aparatosa de no pensar. Pero la sabiduría o comprensión es otra cosa.

Si la erudición nace de la mente, la comprensión es hija del silencio. Y la persona sabia es aquella que, erudita o no, vive más allá de la mente, en el no-pensamiento, saboreando con inmediatez y expresando en su existencia la verdad de lo que somos. Ese es, decía al inicio, el camino espiritual. Y dada la importancia de esta cuestión y todo lo que se ventila en ella, trataré de plantearla a partir de algunos interrogantes.

¿Qué es la comprensión experiencial? Es una comprensión que no se adquiere a través del razonamiento, el análisis o la reflexión, sino más bien al contrario, gracias al silencio de la mente. Supo verlo con lucidez Krishnamurti, como todas las personas sabias, cuando dijo que solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla, añadiendo que solo cuando la mente está libre de ideas y creencias, puede actuar correctamente.

La comprensión brota de la sabiduría de una manera directa, en forma de intuición; nos sorprende por su novedad; a diferencia de la reflexión, es siempre creativa y transforma nuestro modo de ver y de actuar. Lo cual no niega la necesidad de un trabajo psicológico sobre uno mismo, para integrar lo comprendido y para hacer posible la transformación de nuestro psiquismo. Y tampoco descuida el papel de la mente, para conceptualizar y compartir lo comprendido y ejercer como razón crítica frente a posibles engaños. Pero la fuente de la transformación es siempre aquella comprensión profunda.

¿Cómo acceder a la comprensión experiencial? En ocasiones aparece como regalo inesperado y sorprendente, mostrando la plenitud de lo real y transformando nuestro antiguo modo de ver. Es probable que se refiriera a ello Juan de la Cruz cuando escribía de forma poética: Por toda la hermosura, / nunca yo me perderé, / sino por un no sé qué, / que se alcanza por ventura. A ese tipo de experiencias se refieren expresiones como despertar espontáneo, samadhi, satori, éxtasis, iluminación, experiencia mística o transpersonal… Lo que se produce ahí es una suspensión del pensamiento, la sensación de que se descorre el velo de la mente y aparece la percepción nítida, amorosa y gozosa de la unidad plena de todo lo que es. Más allá de las formas a las que estamos acostumbrados –en ellas se mueve la mente–, en la comprensión se muestra el fondo último que las sostiene y las constituye. En un siempre pálido intento de poner nombre a lo que ahí se percibe –uno sabe lo que ha vivido, aunque luego se siente absolutamente incapaz de expresarlo-, me vienen las palabras de alguien que vivió una de esas experiencias: Perfecta Brillante Quietud[2], un estado de plenitud y de amor.

Pero aun sin una experiencia de ese tipo es posible crecer en comprensión a través de un trabajo de indagación y de experimentación. Por el primero de ellos, me pregunto ¿qué soy yo?, y voy descartando todas las respuestas que aparezcan: todas ellas no serán sino contenidos de consciencia (objetos) de los que soy consciente. Y es claro que yo no soy un contenido (objeto), sino Eso que es consciente de los contenidos. Esta tarea de indagación constituye un camino privilegiado para avanzar en la comprensión de lo que somos en profundidad.

Por su parte, lo que he llamado “trabajo de experimentación” constituye, desde mi punto de vista, una práctica espiritual profundamente transformadora, que invito a vivir como si se tratara de un experimento. Cualquier circunstancia que nos suceda podemos vivirla, bien desde la creencia de ser un yo separado –identificándome con el yo particular-, bien desde la intuición de que, en lo profundo, no somos ese yo, sino Eso que es consciente –en psicología transpersonal se hablaría del Testigo-. La propuesta es simple: experimenta por ti mismo qué es lo que ocurre en un caso y en otro. En un ejemplo: imagina que un hecho concreto o una noticia inesperada te afecta intensamente, generándote una gran inquietud. Una vez reconocido el impacto emocional, tienes dos caminos: vivir todo ello desde el yo o, tomando distancia del yo, vivirlo desde el Testigo. ¿Qué ocurre en un caso y en el otro? Es probable que si lo vivo desde el yo termine inundado por la inquietud y, en consecuencia, a merced de la propia sensación que ha tomado el mando. Por el contrario, si doy un “paso atrás” de la mente y me sitúo en el Testigo, puedo descubrir que Aquello que soy en profundidad se halla a salvo aun en medio de la situación más difícil. Aquí no hay creencias ni autosugestión, sino experimentación.

Junto con esos caminos –experiencia regalada, indagación y experimentación-, la práctica del silencio, empezando a saborear “eso” que queda cuando no ponemos pensamiento, se revelará como el ejercicio espiritual por excelencia. No se trata de buscar ni de perseguir nada, sino de retirar el velo que nos impide ver. Dado que ese velo no es otro que nuestra identificación con –reducción a– la mente, el camino adecuado pasa por entrenarnos en silenciar el pensamiento y permanecer en el estado de ser que ahí se muestra.

¿Qué nos aporta la comprensión experiencial? La trampa primera en la que solemos caer cuando queremos conocernos a nosotros mismos es conformarnos con un conocimiento de “segunda mano”, es decir, asumiendo como propio lo que otros nos han dicho. Frente a ello, el reto al que se ve expuesta la persona que realmente busca la verdad queda expresado en estas palabras de Mónica Cavallé: ¿Descanso en mis propias comprensiones o, en cambio, tiendo a cimentar mi camino interior sobre conocimientos de segunda mano?

Pues bien, la comprensión experiencial nos aporta lo más importante a lo que podemos aspirar: despertar a nuestra verdad y saber lo que somos. Porque, como se lee en el evangelio apócrifo de Tomás, sin esa comprensión no hay verdadero conocimiento: Jesús dice: Quien lo conoce todo, pero no se conoce a sí mismo, no conoce nada” (EvT 67). Hasta que no sepa qué soy no podré saber cómo cambiar el mundo.

La comprensión nos regala la respuesta a la primera y decisiva pregunta, de la que pende todo lo demás: ¿qué soy yo? Más allá de lo percibido por la mente –la forma o persona en la que nos estamos experimentando–, la comprensión nos conduce a reconocer nuestra identidad profunda, el fondo que compartimos con todos los seres. Por ese motivo, porque es compartido, en esa misma luz se hace patente el fondo de la realidad, dando la razón a la antigua inscripción que figuraba en el templo de Apolo en Delfos –Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses– y al místico cristiano Maestro Eckhart cuando afirmaba que el fondo de Dios y mi fondo son el mismo fondo.

Lo que somos no puede ser conocido a través de la mente, porque esta no puede trascender el mundo de los objetos. Eso significa que, en esta empresa, el conocimiento por análisis y reflexión no nos sirve de mucho. Al no ser objeto, tampoco puede ser pensado ni nombrado. Lo que somos únicamente puede ser conocido porque lo somos… y somos conscientes de ello. Y es precisamente este conocimiento por identidad lo que nos regala la comprensión experiencial. Nos conocemos porque –y al hacernos conscientes de que– lo somos. Y siéndolo nos comprendemos y comprendemos lo realmente real.

¿Y qué es lo que somos? Aquello que está detrás o más allá –en realidad, infinitamente más acá– de cualquier objeto, externo o interno, que podamos percibir. Aquello que es consciente y estable: lo que permanece cuando todo cambia –lo real no cambia, lo que cambia no es realmente real–, pura consciencia o presencia consciente.

En esta comprensión, decía más arriba, se ventila todo: la liberación del sufrimiento mental, el gozo de saborear lo que somos, la relación con la realidad en clave de comunión, el modo adecuado de situarnos en la vida y la acción ajustada. Cuando se nos regala esta comprensión, todo encaja de manera luminosa. Continuarán pesando nuestras inercias mentales y nuestros condicionamientos psicológicos, que será necesario atender, y seguiremos teniendo errores en nuestro modo de expresarlo, pero la experiencia vivida ilumina ahora toda la existencia.

Debido a la insistencia en la comprensión, como realidad central y fuente de transformación y de acción adecuada, la espiritualidad así planteada suele ser tildada de gnosticismo[3], particularmente desde ambientes cristianos. Aun comprendiendo los riesgos que esa etiqueta busca prevenir, me parece que se trata de una crítica simplista e injusta –en realidad, todas las etiquetas lo son–, que olvida dos cosas: los diferentes significados del término gnosticismo y el contenido que la espiritualidad reconoce en la palabra comprensión. En cualquier caso, como vengo insistiendo desde el principio, la comprensión de la que hablamos no tiene nada que ver con lo mental y mucho menos con lo esotérico, tal como habitualmente se entiende este término. Se trata de una comprensión experiencial que permite ver en profundidad. Hasta el punto –esto explica su lugar absolutamente central– de que, en ausencia de la misma, estamos literalmente dormidos. ¿Y cómo podría actuar con acierto una persona que no ha despertado, sino que se mueve en la bruma confusa de sus sueños? Esto no significa afirmar ningún carácter elitista de la comprensión, como si fuera el don de algunos “elegidos”. Se trata, por el contrario, de una invitación y propuesta de trabajo de validez universal para despertar a lo que realmente somos. Una vez despiertos, todo sin excepción queda iluminado[4].

En este sentido he empezado afirmando que el camino espiritual es un camino de comprensión. Pero, ¿qué es la espiritualidad? El término “espiritualidad” hace referencia, no a una cualidad humana más, sino a nuestra dimensión más profunda, aquello que constituye nuestra verdadera identidad. Si no hubiera sido tan manoseada y, por ello mismo, desgastada, contaminada y tergiversada, la palabra espíritu podría resultar adecuada para nombrar lo que realmente somos. En su defecto, suelen utilizarse términos como consciencia, ser, vida, presencia… Si lo que realmente somos es espíritu -experimentándose en la forma de una persona[5]-, la espiritualidad -entendida también como inteligencia espiritual– constituye la capacidad de comprender lo que somos, conectar con ello y vivirnos desde ahí. Remite, por tanto, de manera directa e inmediata, a la profundidad humana, sin más adjetivos, e implica, igualmente, la capacidad de responder de manera ajustada a la primera pregunta: qué soy yo.

Se comprende que cada tradición religiosa e incluso cada grupo humano hayan querido ponerle su “apellido”; se comprende igualmente que, en época más reciente y a consecuencia del proceso de secularización, al lado de una espiritualidad religiosa, se hable también de una espiritualidad laica o incluso atea. Sin embargo, la espiritualidad genuina, aun valorando e integrando la riqueza que suponen todos esos matices, no necesita de apellidos ni de adjetivos. Sencillamente, llamo “espiritualidad” a la profundidad humana, que incluye la comunión –la fraternidad– con todos los seres. Así entendida, la expresión profundidad-fraternidad -en sus dos dimensiones o “rostros” absolutamente inseparables- constituye otro nombre para referirnos a nuestra identidad profunda.

En principio, la espiritualidad no tiene que ver con ideas, creencias, religiones ni dioses[6]. Tampoco es algo, una cualidad más de la persona. Es la misma profundidad humana. Se trata, por tanto, de una espiritualidad que, en principio, carece de adjetivos, dándose el caso de personas genuinamente espirituales –profundas y fraternales– que ni siquiera conocen ese término o incluso reniegan de él.

Tal como la entiendo y me siento llamado a vivirla, podría decir, recurriendo a una imagen espacial, que la espiritualidad –aquello que constituye nuestra identidad profunda– se despliega simultáneamente en la doble dirección vertical y horizontal. Lo vertical habla de profundidad y trascendencia; lo horizontal de fraternidad y comunión. Dicho brevemente: la espiritualidad es profundidad humana y fraternidad universal.

Puede sonar extraño que, sosteniendo que no necesita adjetivos, subtitule este libro como espiritualidad no-dual. Pero la expresión “no-dual” no quiere ser un adjetivo particular que contrapusiera una espiritualidad a otra –veremos más adelante que la no-dualidad no se contrapone a nada, abraza todo; si se presentara como opuesta a algo ya no podría hablarse de no-dualidad–, sino que busca expresar algo básico: la espiritualidad es una con la realidad, es lo que somos en profundidad.

Con todo, el hecho de que la espiritualidad se identifique con la profundidad humana no niega la necesidad de establecer prioridades o subrayar acentos en cada momento particular. Cada cual verá cuáles son esos acentos y prioridades. Por mi parte, considero que, en esta etapa de la historia humana, la espiritualidad ha de estar atenta de manera especial a aquellas situaciones en las que se ignora la profundidad y se ve amenazada la fraternidad. Me refiero, en concreto, a las cuestiones de la superficialidad o banalidad (la posverdad), del hambre, de la desigualdad, de la injusticia estructural, del lugar de la mujer y de la agresión a la naturaleza. Con otras palabras, desde la clarividencia que brota de ella misma, la espiritualidad ha de asumir de manera comprometida la lucidez crítica, la justicia, el feminismo y el ecologismo.

Para terminar esta introducción y enmarcar el conjunto del texto, necesito decir que este libro nació a raíz de la lectura de un cuaderno publicado por el Seminario de Teología de “Cristianisme i Justícia”, bastante crítico con algunos de mis planteamientos[7]. Viví la crítica como una posibilidad de enriquecimiento, con apertura y dejándome cuestionar. Y así fue. Salí enriquecido en varios aspectos: noté que crecía en mí la actitud de respeto sincero, la apertura humilde ante posicionamientos diferentes, la disponibilidad para aprender de ellos buscando la verdad y, gracias a las críticas recibidas, caí en la cuenta de que necesitaba expresar mi postura de una manera más clara y, en ocasiones, menos absolutista y más matizada. Este libro es el resultado de aquel “diálogo” honesto con quienes en gran medida discrepan de mis textos.

El libro aparece dividido en tres capítulos. En el primero, trato de plasmar por escrito lo que fue surgiendo en mí a medida que hacía la lectura del cuaderno citado. En los otros dos, presento la espiritualidad como sinónimo de profundidad humana y fraternidad universal. Aun consciente de que no cabe separación alguna entre ambas dimensiones, las abordo por separado únicamente por motivos pedagógicos. Finalmente, concluiré con un breve epílogo, centrado justamente en la importancia de cuidar y favorecer el diálogo, expresión también de la espiritualidad así entendida. A última hora, a raíz de algunas experiencias puntuales, me pareció oportuno introducir dos anexos: el primero se centra en dos grandes trampas en que puede y suele caer la espiritualidad; el segundo aboga por el diálogo lúcido y constructivo entre ciencia y espiritualidad, para avanzar en pos de un conocimiento integral que no olvide ninguna dimensión de nuestra realidad.

Y no quiero terminar esta introducción sin agradecer a Javier Melloni y a Ecequiel Subiza el regalo de sus palabras introductorias, testimonio espiritual de apasionados buscadores de la verdad.

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NOTAS:

[1] Con este término, que utilizaré a menudo a lo largo del texto, me refiero habitualmente a la comprensión experiencial, vivencial o profunda que nos permite responder adecuadamente a la pregunta qué soy yo (equivalente a qué es lo realmente real). En este sentido, comprensión equivale a sabiduría y sabe a no-dualidad.

[2] D. CARSE, Perfecta Brillante Quietud. Más allá del yo individual, Gaia, Madrid 2012.

[3] El gnosticismo –del griego gnosis: conocimiento– alude a todo un conjunto de corrientes filosófico-religiosas, de origen oriental o asiático, en auge en los primeros siglos del cristianismo, hasta el punto de que, en cierto modo, llegó a constituir una especie de atmósfera cultural que coloreaba todo el pensamiento de la época. Prometía un conocimiento misterioso y secreto que conduciría a la salvación. Tras una etapa de cierto prestigio entre los intelectuales cristianos, fue declarado herético. Contenía posturas filosóficas muy diversas; sus ideas tenían un carácter panteísta, sincretista, hermético, elitista y dualista. Hoy en día, se asocia habitualmente, de manera despectiva, al mundo de lo oculto, e incluso a la pura elucubración mental. Sobre el influjo de la tradición hindú en el gnosticismo cristiano: J. RIERA, El Jesús de la historia. Un acercamiento a través del evangelio de Tomás, Almuzara, Córdoba 2017, pp. 42-51. El mismo autor insiste, en otra obra, en las influencias que ejercieron las filosofías y religiones orientales –hinduismo, taoísmo, budismo, mazdeísmo, zoroastrismo– en Grecia y Medio Oriente en general, y en la tradición sapiencial y ética judeocristiana, en particular: J. RIERA, El otro legado de Jesús. Una lectura en clave oriental de la Carta de Santiago, Almuzara, Córdoba 2018, pp. 81-102.

[4] En realidad, dejando de lado tantísimas variantes y sus abundantes y exageradas elucubraciones mentales, en una síntesis escueta, el núcleo del gnosticismo podría resumirse en esta afirmación: La persona tiene acceso directo a la “salvación” personal o liberación y el camino es la comprensión (gnosis) de lo que somos. Afirmación que, así planteada, parece incuestionable. Porque si no se admite el camino de la comprensión, solo quedaría otro: el de la creencia (por la que creemos que lo que nos salva es…); creencias que suelen incluir mitos, como el de una salvación concedida por un ser celeste. Sin embargo, por más que durante mucho tiempo haya ocupado un lugar preeminente, cada vez vemos con más claridad que toda creencia no es más que un constructo mental y, en consecuencia, nada fiable. La comprensión, por el contrario, no se apoya en creencias, sino en la experiencia o en la indagación.

[5] Parafraseando la expresión atribuida a Pierre Teilhard de Chardin, podría decirse que, en nuestra verdadera identidad, no somos personas viviendo una experiencia espiritual, sino el espíritu viviendo una experiencia humana.

[6] He abordado más ampliamente toda esta cuestión en varios libros: La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009; Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 2013; Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 2015; Vida, San Pablo, Madrid 2020. También M. CORBÍ, Hacia una espiritualidad laica. Sin religiones, sin creencias, sin dioses, Herder, Barcelona 2007.

[7] SEMINARIO TEOLÓGICO DE “CRISTIANISME I JUSTÍCIA”, Dios en tiempos líquidos. Propuestas para una espiritualidad de la fraternidad, Cristianisme i Justícia, Barcelona 2019. Disponible también en:

https://www.cristianismeijusticia.net/es/dios-en-tiempos-liquidos-propuestas-para-una-espiritualidad-de-la-fraternidad

«COMPROMISO»

A Ana, con admiración, porque lo que hace nace de lo que es.

Los ríos no beben su propia agua; los árboles no comen sus propios frutos; el sol no brilla para sí; las flores no esparcen su fragancia para ellas mismas… Vivir para los otros es una regla de la naturaleza. La vida es buena cuando tú estás feliz; pero la vida es mucho mejor cuando los otros son felices por tu causa. Nuestra naturaleza es el servicio (Anónimo).

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El compromiso es expresión del amor. No puede haber comprensión sin compasión, espiritualidad sin compromiso, profundidad sin fraternidad. ¿Cuáles son los miedos y las necesidades que nos impiden comprometernos? ¿Cuáles las trampas que lo desvirtúan? ¿Cuáles las claves de un compromiso limpio y liberador? Lo que vivimos ante el compromiso revela nuestro propio mundo interior. La ignorancia acerca de lo que somos nos introduce en un laberinto de confusión. Solo la comprensión permite que fluya un compromiso ajustado, porque solo la verdad construye y libera.

«Compromiso es cuidado amoroso, eficaz y sostenido. Compromiso es lo que somos». Nuestra actitud en la vida se mueve entre la voracidad y la ofrenda. 

Enrique Martínez Lozano desarrolla en este libro -que viene a completar una «trilogía», junto con sus libros Presencia y Vida- una definición del compromiso como amor, implicación, esfuerzo, denuncia, cuidado… dimensiones que brotan de la profundidad-fraternidad. Compromiso es -dice- lo que somos. Estas páginas quieren ser una invitación a conectar con el amor que somos de una forma sentida y práctica. Para que ese amor fluya en forma de compromiso a favor del bien de todos los seres y del planeta entero».

Editorial San Pablo

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ÍNDICE

Introducción. Compromiso: cuidado amoroso y eficaz

Capítulo 1. Narcisismo: el compromiso ausente
La herida narcisista
El narcisismo como atmósfera cultural
Trabas para vivir el compromiso
Narcisismo y espiritualidad

Capítulo 2. Apropiación: el compromiso desconectado
Cuando el ego se apropia del compromiso: autoafirmación y compensación
Dualismo: el lugar de donde nace
Voluntarismo: la actitud que lo dirige
El compromiso desconectado: otra forma de narcisismo

Capítulo 3. Comprensión: el compromiso que fluye
La comprensión ilumina el compromiso
Profundidad-fraternidad y compromiso, del lado de las víctimas
Espiritualidad, no-dualidad y compromiso
Comprometerse es fluir
Condiciones básicas para un compromiso ajustado

Conclusión. Somos compromiso

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INTRODUCCIÓN

Compromiso: cuidado amoroso y eficaz

“Los seres humanos somos seres predispuestos a cuidar de nosotros mismos y de los otros” (Adela Cortina).

Un buen día –cuenta la conocida como fábula de Higinio–, al atravesar un río, Cuidado encontró un trozo de barro. Lo tomó y empezó a darle forma. En ello estaba, cuando se presentó el dios Júpiter. Al reconocerlo, Cuidado le pidió que soplara con su espíritu sobre la forma de barro que había amasado, y Júpiter así lo hizo. Pero enseguida empezaron a discutir acerca del nombre que debía tener la criatura recién creada, reclamando cada cual ponerle el suyo propio.

En ello estaban, cuando apareció la Tierra, quien también quiso llamar a la criatura con su nombre, argumentando que estaba hecha de su propia materia, el barro. Todo ello generó una fuerte discusión.

Al ver que no lograban ponerse de acuerdo, le pidieron a Saturno que actuara como árbitro. Y así fue. De manera inmediata, Saturno tomó la palabra y sentenció: “Júpiter, tú le diste el espíritu; por lo tanto, recibirás ese espíritu cuando la criatura muera. Tierra, tu le diste el cuerpo; por tanto, se te devolverá cuando la criatura muera. Y finalmente tú, Cuidado, al ser quien modelaste a la criatura, la mantendrás bajo tus cuidados mientras viva. Y como veo que no se ponen de acuerdo sobre el nombre de la criatura, decido que se llamará «Hombre», es decir, «humus», que significa tierra fértil”.

 

El término “compromiso” es polisémico. Puede aludir a cosas tan dispares como un contrato (“hemos firmado el compromiso”) o una dificultad (“nos han puesto en un compromiso”). Y puede referirse también a una actitud de responsabilidad asumida ante sí mismo, ante otros, ante un colectivo o incluso ante el planeta entero. En virtud de ella, la persona se implica voluntariamente en la búsqueda del bien de las personas o de la naturaleza, aun por encima de sus propios intereses inmediatos. Y no porque reniegue del cuidado de su propio bienestar, sino porque su comprensión le permite abrirse a un horizonte más amplio que, aun abrazándolo, trasciende su pequeño universo egoico.

Hablamos, pues, de una actitud responsable, es decir, que nace como respuesta ante una situación determinada y busca el bien por encima de todo, por lo que se traduce en un comportamiento que quiere ser eficaz. La responsabilidad es la actitud sabia, entre la irresponsabilidad, por un extremo, y la reactividad, por el otro.

El deseo profundo de bien, que da cuerpo a todo compromiso genuino, brota de lo mejor de la persona, se experimenta como amor gratuito, se traduce en servicio y se vive –este es el motivo por el que he querido comenzar recordando la fábula citada– como cuidado.

El cuidado evoca de inmediato atención, acogida, abrazo, protección, amparo, apoyo, seguridad… Pone de manifiesto la bondad radical del ser humano y es, al mismo tiempo, el requisito indispensable para que la vida pueda desplegarse, así como la atmósfera que hace posible el florecimiento de todos los seres y del planeta en su conjunto.

Lo opuesto al cuidado es la depredación. Si aquel es manifestación del amor, esta es hija del narcisismo patológico y del egocentrismo que ve todo y a todos como objetos con los que intenta calmar su voracidad insaciable.

Nuestra actitud en la vida se mueve entre la voracidad y la ofrenda. Aquella define al ego, se alimenta de la ansiedad y se traduce en abuso, sometimiento y depredación, ya que se mueve exclusivamente por intereses egoicos. La ofrenda se apoya en un sentimiento de comunión con todo lo real, es expresión del amor, se alimenta de la gratuidad y de la gratitud, y se vive como entrega.

Si todo lo humano es necesariamente imperfecto y, en consecuencia, ambiguo, tampoco el compromiso escapa a esa ley. Capaces de lo más sublime y de lo más rastrero, del amor más entregado y del egoísmo más hostil, de la más noble integridad y de la peor vileza, necesitamos crecer en lucidez crítica para, desnudando las diferentes trampas que puedan acecharnos, vivir con la mayor limpieza el compromiso en todas sus dimensiones.

El mejor y más eficaz antídoto frente a la ambigüedad es la comprensión, tal como se recoge en la sabia afirmación socrática: “Solo hay una virtud: la sabiduría [o comprensión]; y solo hay un único vicio: la ignorancia”. Intento, pues, aportar comprensión que ilumine la vivencia del compromiso, alertando de un doble riesgo: la evasión y la apropiación. Entiendo por evasión aquella actitud egocentrada que, ahogándose en el pozo del narcisismo, elimina de raíz la búsqueda del bien para todos y para todo. Y con la apropiación me refiero al mecanismo sutil, igualmente egoico y egocentrado, por el que, de manera consciente o inadvertida, se vive el compromiso, en cualquiera de sus formas, como afirmación y alimento del ego. Ambos escollos –evasión y apropiación– que el compromiso ajustado ha de saber sortear no son, en realidad, sino dos modos diferentes en los que se expresa, se refugia y con los que se alimenta el narcisismo.

Con ello, quedan nombradas las tres partes en que se divide este trabajo: el compromiso imposible o ausente en el narcisismo, el compromiso apropiado y colonizado por el ego, y el compromiso que fluye limpiamente de la comprensión. Probablemente, todos y todas nos reconozcamos en los tres casos, lo que significa que se dan en nosotros esas actitudes: la indiferencia, la apropiación –ambas narcisistas, como veremos en su momento– y, de fondo, la limpieza y la bondad.

Me he referido a la ambigüedad de lo humano. Además de ambiguo, lo humano es inexorablemente imperfecto. Al hablar del compromiso, no abogo, pues, por un ideal inalcanzable ni exijo un “purismo” que, por extremo, llegaría a ser paralizante. Soy bien consciente de que nos movemos siempre entre claroscuros y que la pretensión de ser “ángel” puede terminar, como resultado de la represión, en comportamientos de “demonio”. Tanto la lucidez como la experiencia nos advierten de que no hay luz sin sombra; por tanto, la primera actitud sabia es la aceptación de toda nuestra verdad, desde el reconocimiento de que no estamos llamados a ser “perfectos”, sino “completos”. Dado todo esto por supuesto, me parece importante subrayar los riesgos que pueden acecharnos a todos con más facilidad y frecuencia de lo que tendemos a pensar, para crecer en consciencia, limpieza y honestidad a la hora de vivir el compromiso.

Compromiso es cuidado amoroso, eficaz y sostenido. No nace del voluntarismo, no se conforma con la “buena intención”, ni tampoco es algo pasajero. Nace del amor y se despliega como deseo profundo de bien. Estas páginas quieren ser una invitación a conectar con el amor que somos, de una forma sentida y práctica. Al comprender que somos amor, encontraremos la mayor motivación, tanto para ir limpiando todo aquello que nos impide o dificulta vivirlo, como para favorecer que fluya en forma de compromiso a favor del bien de todos los seres y del planeta entero.

Somos amor; el compromiso es el modo como se manifiesta.

«VIDA»

(La vida ha querido que este librito, editado por “Editorial San Pablo”, saliera prácticamente en las mismas fechas que “Psicología transpersonal para la vida cotidiana”, editado por “Desclée De Brouwer”. Tal vez porque el objetivo de la psicología transpersonal –como el de la espiritualidad– no es otro que el de aprender a vivir y a decir “sí” a la vida. Deseo de corazón que ambos puedan resultar herramientas útiles en ese aprendizaje).

(Más adelante, saldrá en formato ebook, y se subirá a dos plataformas de edición bajo demanda, de modo que pueda adquirirse también en América). 

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 A Ana, en la escuela de la docilidad a la vida.

A mi abuela Amalia, que me enseñó y me mostró con su vida que “lo que viene, conviene”. En la presencia amorosa y agradecida.

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“Que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Jesús de Nazaret).

“En definitiva y en grande, ¡quiero ser, un día, uno que solo dice sí!” (F. Nietzsche).

En la práctica, la sabiduría se traduce en decir sí a la vida y fluir con ella.

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Anhelamos vivir y ser felices. Pero, con frecuencia, el modo como perseguimos ese anhelo produce el efecto contrario: nos “alejamos” de la vida y nos introducimos en un laberinto de confusión y de sufrimiento.

Asumiendo el principio socrático, según el cual la única virtud es la sabiduría y el único vicio la ignorancia, el autor traza un itinerario que quiere ayudar a crecer en comprensión: empieza por sentir la vida y concluye al reconocernos en ella. Cae la creencia errónea de separación y nos alineamos con la vida, en una actitud de aceptación profunda y de acción desapropiada.

La comprensión se sintetiza en esta doble expresión: somos vida y la actitud sabia consiste en vivir diciendo sí; ciertamente, lo que viene, conviene. Cuando lo comprendemos experiencialmente, vivimos en plenitud y somos felices. A partir de ahí, fluirá en cada caso lo que tenga que ser. Pero ello requiere ir más allá de la mente analítica para poder ver en profundidad.

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VER PORTADA DEL LIBRO

En algún momento de las crisis parece que todo se hunde y no se atisba ninguna salida. Sin embargo, siempre queda «algo» que nos sostiene, alienta, moviliza…; una fuerza interna, en la que tal vez ni siquiera habíamos reparado, a la que solemos llamar la «fuerza de la vida».

Pero hay más. Al indagar en ello, descubrimos que esa «fuerza», como la propia vida, no es «algo» separado -que tenemos o con lo que contamos-, sino aquello que somos.   

Editorial San Pablo.

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ÍNDICE

Introducción: Nuestra paradoja

1. El primer paso: sentir la vida, sentirnos vivos y vivas                                                                             

  • Vida desplegada, vida bloqueada, vida liberada   
  • Herida psicológica, vacío afectivo y mecanismos de defensa     
  • Un trabajo psicológico para re-conectar con la vida
  • Vivir es confiar

2. La comprensión: no vivo, soy vivido                       

  • El río y el remolino                                                 
  • La creencia de la separación y sus consecuencias     
  • Un trabajo constante de reeducación para superar inercias mentales                                                 
  • Vivir diciendo sí

3. La actitud sabia: lo que viene, conviene. Del sufrimiento inútil a la comprensión liberadora       

  • La intuición que lo transforma todo                           
  • La naturaleza paradójica de lo real y la mente analítica
  • La cuestión decisiva: ¿qué soy yo?
  • La sabiduría de la paradoja

Conclusión: La vida como maestra

Epílogo: El juego de la vida

  

INTRODUCCIÓN

NUESTRA PARADOJA

 “En medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de las lágrimas descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta de que, a pesar de todo, en medio del invierno había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta” (Albert Camus).

Y, de pronto, nos sentimos inseguros, desconcertados y temerosos: vulnerables. Recibo, de parte de María Ángeles López Romero, directora editorial de Editorial San Pablo, la propuesta de escribir un librito sobre la “vida”, a finales de marzo de 2020, en la tercera semana de la cuarentena o confinamiento ordenado por el gobierno, a raíz de la crisis del coronavirus.

Toda crisis trae consigo desconcierto y nos coloca frente al insoslayable espejo que refleja nuestra propia vulnerabilidad, con frecuencia olvidada, unas veces compensada y otras tantas reprimida. Y afloran ahí, a nuestro pesar, viejos fantasmas y “demonios interiores” que creíamos definitivamente derrotados.

En algún momento de las crisis parece que todo se hunde y no se atisba ninguna salida. Pero, pasada la oscuridad ciega del bajón, es innegable que hay siempre “algo” que nos sostiene, alienta, moviliza…; una fuerza interna, en la que tal vez ni siquiera habíamos reparado, con sabor a descanso y portadora de confianza, a la que solemos llamar la “fuerza de la vida”

Ahí, una vez más, se hace manifiesta nuestra realidad paradójica, sin la que resulta del todo imposible comprender al ser humano y encontrar el modo de orientarnos en nuestra existencia cotidiana.

La paradoja aparece a nuestra mente como una contradicción irresoluble, por lo que fácilmente la deshecha y la descarta de manera apresurada. Para la mente analítica, la realidad es lineal y superficial, aunque utilice argumentos eruditos y sofisticados para hablar de ella. Podría decirse que, en cierto modo, la “retuerce” para hacer que encaje dentro de sus esquemas, con lo cual la deforma hasta terminar traicionándola.

Lo cierto es que la “contradicción” que muestra la paradoja es solo aparente. Porque no habla de contraposición, sino de complementariedad. Refleja, sencillamente, el “doble nivel” o los “dos planos” constitutivos de la realidad, que se hallan armoniosamente articulados y secretamente abrazados en una unidad mayor. Eso hace de la paradoja una seña de identidad de lo real: todo lo real y, por tanto, lo humano es paradójico.

Las tradiciones sapienciales se han referido a esos “dos niveles” de la realidad con diferentes términos. Así han hablado, por ejemplo, de “vacío” y “forma”, tal como quedó reflejado en el Sutra del corazón: “Vacío (vacuidad) es forma, forma es vacío (vacuidad)”. Sobre ello volveremos en el capítulo 3, en el que dedico un amplio espacio a hablar de la sabiduría de la paradoja.

“Formas” son todo aquello que percibimos a través de nuestros sentidos neurobiológicos –mente incluida– y que constituye un “polo” de lo real; el otro es “aquello” –el fondo, la vacuidad– que las sostiene y que en ellas se expresa.

En nosotros, las “dos caras” de la paradoja pueden nombrarse, de entrada, como “personalidad” (la forma) e “identidad” (el fondo), o también como “vulnerabilidad” y “plenitud”. Sumamente frágiles y vulnerables –una vulnerabilidad que, con frecuencia, tratamos de ocultarnos a nosotros mismos–, somos, sin embargo y al mismo tiempo, plenitud que se desborda y se halla a salvo de la impermanencia. Somos alegría en la tristeza, fuerza en la debilidad, luz en la oscuridad, certeza en la incertidumbre, amor en el desencuentro…, vida en la muerte.

Los términos “vacío” y “plenitud” apuntan ambos –de nuevo, en una aparente contradicción– a la misma realidad profunda, a ese Fondo último de lo real, pura presencia consciente, que se está desplegando y expresando constantemente en todas las formas que percibimos. La mente lo lee como “vacío” porque, al no encontrar “objetos”, para ella no hay nada; sin embargo, cuando se experimenta se comprueba que es “plenitud”: “Eso” que para la mente es “nada”, es en realidad “todo”, la plenitud de lo que es[1].

Ese fondo constituye un no-lugar –presencia atemporal y no local– al que los humanos se han referido con mil nombres, todos ellos inadecuados, ya que lo que no es objeto, en ningún caso puede nombrarse adecuadamente, pero con los que han querido decir lo indecible y hablar de lo inefable: consciencia, ser, dios, vacuidad… y vida.

Todo es vida. Parafraseando lo que se dice de Dios en “El libro de los veinticuatro filósofos”, podría afirmarse sin error que la vida es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.

Miremos donde miremos, no veremos sino vida desplegada y oculta en un sinfín de formas. Vida es aquello que nuestra mente etiqueta como “sublime”, y vida es también el minúsculo y terrorífico virus –al que me refería al inicio– que ha puesto en jaque a la población mundial. Basta salir de los estrechos límites de la mente, para que nuestro horizonte y, por tanto, nuestra visión se amplíen infinitamente.

Nosotros mismos somos vida. No personas que tienen vida, sino la misma y única vida, experimentándose temporalmente en una forma (persona) concreta.

Nuestra ignorancia radical y el origen de todo sufrimiento es el olvido de lo que realmente somos, que nos lleva a identificarnos con la “forma” (el yo) y a desconectarnos del “fondo”, es decir, de la vida, de nuestra verdadera identidad. ¿Cómo no habríamos de caer en una red de confusión y de sufrimiento? ¿Cómo habríamos de ser capaces de comprender y gestionar las crisis y, más ampliamente, nuestra vulnerabilidad de una manera constructiva? ¿Cómo no vivir a la defensiva, temiendo amenazas por doquier?

 La afirmación de que somos vida no nace de una creencia. Al contrario, puede reconocerse como evidencia, siempre que ponemos los medios adecuados para experimentarlo: si acallamos la mente y, en lugar de pensar, atendemos, advertiremos que entre la vida y nosotros no hay ninguna distancia, ninguna separación, ninguna diferencia: somos vida. Es solo la mente –debido a su propia naturaleza separadora– la que nos hace creer que la vida es “algo” de lo que estamos separados.

Se requiere, por tanto, silenciar la mente porque esta se halla imposibilitada para percibir todo lo que no sea un objeto, externo o interno. Para poder operar, necesita separar, delimitar, es decir, objetivar. Por ello, de la mente solo pueden surgir ideas, conceptos, creencias…

No solo eso. A la mente analítica se le escapa por completo la paradoja. Por ese motivo, quien se acerca a la realidad desde una mente analítica pronto se verá encerrado en un callejón sin salida, incapaz de adentrarse en la sutil y bella complejidad del conjunto de lo real.

Todo lo que vengo diciendo se puede recopilar en unas afirmaciones concisas:

  • la realidad es paradójica;
  • la mente analítica no puede captarla; la ve como contradicción;
  • la percibimos a través del silencio de la mente, activando la atención;
  • en nosotros se muestra como plenitud y vulnerabilidad, vida plena y forma (persona) impermanente
  • los dos niveles de la paradoja se hallan abrazados en la no-dualidad (diferencia sin separación);
  • la realidad es no-dual.

Como la realidad, la vida es no-dual, es decir, no conoce opuesto. Porque la muerte no es lo opuesto a la vida, sino al nacimiento: aquella y este son simplemente formas en las que la vida se expresa. Nacen y mueren las formas, la vida permanece.

Anhelo, en estas páginas, antes que nada, compartir vida y ofrecer algunas claves que nos ayuden a vivir. Claves con las que acoger todo lo que nos ocurre –crisis incluidas– como oportunidad para crecer en consciencia de lo que somos y, de ese modo, resituarnos con presteza ante cualquier dificultad, y favorecer el despliegue de la misma vida.

Suele afirmarse que no estamos aquí para que la vida responda a nuestras expectativas –esa es la exigencia del ego–, sino para dejarnos enseñar por ella. Somos aprendices, y la clave está en acoger todo lo que sucede, sea del color que sea, como oportunidad. Y –una nueva y hermosa paradoja– solo tenemos una cosa que aprender: descubrir lo que ya somos; o con otras palabras, “llegar” a la casa de la que nunca habíamos salido.

Ahora bien, si queremos ser fieles a la paradoja que nos constituye, es necesario que este trabajo de aprendizaje sea, a la vez, psicológico y espiritual. Necesitamos atender los “dos niveles”.

Cuando no se hace así, se cae en un “racionalismo” estrecho que ignora la dimensión profunda o en un “espiritualismo” etéreo que olvida nuestra dimensión psicológica.

Los riesgos de cualquiera de esas posturas son obvios: en el primer caso, la ignorancia de lo que somos, que nos sume en la confusión, la confrontación y el sufrimiento, es decir, nos encierra en una consciencia de separatividad con todas las consecuencias que de ahí se derivan y que se reflejan en todos los ámbitos humanos, desde la economía y la política hasta la cultura y la religión, así como en la vida cotidiana; en el otro, una escisión psíquica más o menos acentuada, una rémora para crecer en comprensión y la trampa que supone una sombra no reconocida, aceptada e integrada; de hecho –y son numerosas las muestras que se han dado y se dan en supuestos gurús y “maestros espirituales”–, la sombra no trabajada, antes o después, boicoteará el trabajo espiritual.

El “racionalismo” se sostiene sobre la premisa de que existe solo aquello que la mente puede explicar. El “espiritualismo”, por su parte, parece denotar la actitud de quienes buscan un atajo –alguien ha hablado de “bypass espiritual”– para sortear el encuentro lúcido con el propio psiquismo.

          Frente a esos riesgos, es imprescindible reconocer y abrazar nuestra realidad completa: somos vida en plenitud –y en cuanto tal, de nada carecemos– y somos también una persona sumamente necesitada, frágil y vulnerable. El trabajo espiritual consiste en comprender vivencialmente lo que somos en profundidad, «verlo» y vivir en conexión con ello. El trabajo psicológico, por su parte, es imprescindible para la integración de esta persona concreta –cuerpo, mente, psiquismo–, que necesita atención y cuidado. Porque todo lo que no es integrado no podrá ser transcendido.

Para vivir de manera armoniosa y unificada necesitamos, ciertamente, comprender lo que somos en profundidad –vida en plenitud–, pero también un psiquismo sano que no sabotee, aunque sea de manera inconsciente, aquella comprensión experiencial ni impida vivirla.

He dividido el contenido en tres capítulos. En el primero de ellos, insisto en la importancia de lo que me parece la “puerta de entrada” o el primer paso: sentir la vida. El segundo se centra en lo que constituye el núcleo de la sabiduría: la comprensión vivencial de lo que somos, que nos lleva a reconocer que, hablando con propiedad, no vivimos, sino que somos vividos. A partir de ahí, en el tercero, con una expresión provocativa, que suele despertar malinterpretaciones, he querido subrayar la que, sin embargo, me parece la actitud ajustada o sabia: “lo que viene, conviene”.

El texto procede de manera lineal y, al mismo tiempo, en espiral, volviendo una y otra vez al eje en torno al cual gira toda la reflexión: la invitación a indagar que somos vida y a experimentar que la actitud ajustada que brota de esa comprensión es vivir diciendo sí.

Incidir con insistencia y desde diferentes ángulos en esa doble cuestión –¿qué soy yo? y ¿por qué y cómo vivir diciendo sí a la vida?– me parece adecuado para, gracias a la comprensión, ir aflojando las resistencias y superar la inercia mental, en una práctica constante y transformadora.

Como resultado de esa práctica perseverante, aun con todos los vaivenes y altibajos propios de nuestra vulnerabilidad, seremos conducidos de la confusión a la luz, del miedo a la confianza, del sufrimiento a la paz, de la reactividad a la respuesta, de controlar a fluir, de la rigidez a la flexibilidad, de la ansiedad a la presencia, del egocentrismo al amor,  de sobrevivir a ser, de la consciencia de separatividad a la consciencia de unidad…

La mente nos hace creer que somos un yo separado. Y, desde el inicio de nuestra existencia, el entorno familiar y sociocultural dan soporte a esa creencia, hasta convertirla en una convicción incuestionable y aparentemente inamovible. Pero, ¿realmente es cierta? ¿Y si fuera únicamente una creencia errónea, un mero constructo mental? Nadie puede saberlo hasta que no indague por sí mismo. Lo que ofrezco es una propuesta de indagación, desde la certeza serena de que, al revés de lo que suele darse por sentado, somos vida que en cada uno y en cada una se experimenta como “persona”.

En síntesis, este texto quiere ser un canto a la vida y una llamada a vivir, reconociéndonos en nuestra identidad profunda. Somos vida: ¿por qué contentarnos con sobrevivir a partir de migajas que nos entretienen?, ¿por qué sufrir inútilmente a causa de la ignorancia? Por decirlo con palabras de José Díez Faixat: “Hay una joya brutal en nosotros mismos y andamos buscando cosas por ahí que son calderilla”.

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[1] Lo recoge admirablemente el título del libro de J. DÍEZ FAIXAT, Siendo nada, soy todo. Un enfoque no dualista sobre la identidad, Dilema, Madrid 2007.