DE LETRADOS VANIDOSOS Y VIUDAS POBRES
Comentario al evangelio del domingo 10 noviembre 2024
Mc 12, 38-44
En aquel tiempo enseñaba Jesús a la multitud y les decía: “¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Esos recibirán una sentencia más rigurosa”. Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos les dijo: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
DE LETRADOS VANIDOSOS Y VIUDAS POBRES
En cada uno de nosotros vive un letrado, al que le encantan las reverencias, y una viuda pobre, a la vez vulnerable -una viuda pobre era el ser más desvalido en la Palestina del siglo I- y sumamente generosa. Y me parece que no será posible un crecimiento armonioso hasta que no reconozcamos a ambos habitando nuestro interior. El olvido de cualquiera de ellos distorsiona y confunde.
Si olvidamos a la viuda, viviremos seguramente en la impostura de la imagen, en una carrera interminable por lograr reconocimientos de todo tipo, que jamás lograrán saciar nuestra hambre, dado que la necesidad que late tras aquella búsqueda insaciable es como una cuba sin fondo: todo lo que recibe se termina escapando. Habremos olvidado nuestra vulnerabilidad y nuestra generosidad.
Ahora bien, por una parte, ignorar la propia vulnerabilidad nos lleva a vivir en la mentira, porque estamos desconociendo una dimensión inseparable de la condición humana. Solo quien se conoce y se acepta vulnerable puede abrirse a su verdad y ser capaz de compasión. Y, por otra parte, ignorar la generosidad -entendida como bondad- nos hace vivir desconectados de nuestro fondo, que es amor y entrega.
Me parece importante caer en la cuenta de que la ignorancia de esa doble realidad es consecuencia del miedo: tememos la vulnerabilidad y tememos entregarnos. En ambos casos, tememos “perdernos”.
Si, en el otro extremo, olvidamos al letrado, terminaremos igualmente en la impostura, alimentando tal vez una imagen ideal, que ignora necesidades y tendencias egoicas que anidan en todo psiquismo humano.
La sabiduría -de cuya mano vienen la paz, la alegría y el amor- requiere abrazar esas dos figuras en nuestro interior: por un lado, los movimientos egoicos que rompen nuestra imagen ideal; por otro, la bondad humilde y gratuita que constituye nuestra identidad.
“Meister Eckhart: El Libro del Consuelo y Conforte Divino” // José Carte.
José Carte, investigador navarro, que ha publicado -como autor, traductor y editor- más de treinta libros sobre espiritualidad oriental (hinduismo y budismo)- vive en Pamplona y ha sido profesor en la Escuela Oficial de Idiomas y en la Universidad Pública de Navarra.
Después de sus amplias investigaciones en el campo de la espiritualidad oriental, se introduce ahora en la espiritualidad de Occidente y edita su primer libro, centrado en la figura del prominente místico alemán Meister (Maestro) Eckhart (1260-1328).
Seguramente, no es casual. El dominico Maestro Eckhart ha sido considerado, no solo el “padre del misticismo de Occidente” (Kurt Ruh), sino el místico cristiano más cercano al Vedanta advaita y al budismo zen. Lo que el místico cristiano llama “Divinidad” vendría a ser idéntico a la “Unidad no-dual”, postulada por el Vedanta advaita de Shankara. Y en línea con la idea de la vacuidad budista (sunyata), en el Libro del Consuelo divino, afirma que “lo creado, las criaturas, no tienen realidad; las criaturas son pura nada”.
Con todo ello, se entienden bien las palabras del filósofo Arthur Schopenhauer (1788-1860), que escribe: “El Buda, Eckhart y yo enseñamos esencialmente lo mismo. La diferencia es que Eckart lo hace dentro de la mitología y terminología cristiana”.
José Carte nos ofrece una edición cuidada -traducción del alemán, introducción y notas- de uno de los textos más emblemáticos del Maestro Eckhart: “El Libro del Consuelo y el Conforte Divino”, con el que el místico dominico pretende, en sus propias palabras, “impartir una serie de enseñanzas a través de las cuales los hombres puedan encontrar consuelo en las adversidades y sufrimientos”.
En su libro, José Carte incluye otros dos tratados breves –“De la nobleza espiritual” y “Del desapego o distanciamiento”-, que abordan cuestiones absolutamente centrales en el pensamiento del místico renano. Por cierto, esta es la primera vez que se publican estos tres tratados juntos en español.
No me queda sino felicitar a José Carte por su excelente trabajo y agradecerle este libro, que ha sido publicado por la editorial Desclée De Brouwer. Las personas interesadas pueden encontrar la referencia en la web de la editorial, en este enlace: https://www.edesclee.com/colecciones/a-los-cuatro-vientos/meister-eckhart
«LA DICHA DE SER»: 4. Conocer y vivir. ¿Para qué sirve el conocimiento?
Encuentros quincenales de meditación.
4. «Conocer y vivir. ¿Para qué sirve el conocimiento?»
¿EXPERIENCIA DE DIOS… O EXPERIENCIA DE LO QUE SOMOS?
En algunos espacios donde nos conocemos más o vivimos más confianza, he compartido cómo sigo “experimentando” a Ana tras su fallecimiento, hace ya algo más de catorce meses. Al hilo de ello, hablando de su fe, una persona comentó que ella vivía la experiencia de Dios, sin importarle tanto las creencias. Y fue ahí donde surgió la cuestión que me parece importante clarificar: ¿es posible una experiencia, desnuda de creencias?
Tal como lo veo, solo tenemos acceso directo a la experiencia de lo que somos en profundidad. Eso que somos no podemos pensarlo ni nombrarlo, porque no es un objeto. Sin embargo, podemos percibirlo de una manera inmediata y autoevidente: es lo que queda cuando no ponemos pensamiento. De hecho, únicamente lo podemos conocer cuando lo somos. Antes de experimentarlo, es imposible conocerlo, ya que solo se conoce lo que se es. Y en ausencia de conocimiento, no habrá sino mapas mentales y creencias.
Pues bien, ese “Fondo”, que solo puede ser conocido cuando se experimenta, es único y compartido por todos los seres. Carece de forma y de nombre: de ahí que los místicos lo nombren en ocasiones como “Nada” -piénsese en las famosas “nadas” de Juan de la Cruz o de Miguel de Molinos-. Sin embargo, la mente puede proyectar un nombre sobre él y llamarlo Ser, Consciencia, Vida, Dios… Por lo que, al experimentarlo, la persona podrá decir: “he experimentado el ser, o la consciencia, o la vida, o Dios…”. En realidad, el nombre no es nada más que una proyección mental, de acuerdo al mundo representacional y afectivo de cada persona. Así se explica, por ejemplo, que una persona diga que vive una “experiencia” de Dios o una “experiencia”… de Ana. En ambos casos, la experiencia remite al mismo y único Fondo, a Eso que somos todos, por más que nuestra mente y nuestros afectos le otorguen nombres diferentes.
La trampa de reificar lo que es solo un nombre -un pensamiento que nombra a “Dios”-, supo verla con nitidez el Maestro Eckhart, uno de los más sublimes místicos de la tradición cristiana, distinguiendo “Deus” (Dios) de “Deitas” (Deidad). El primero es el dios pensado, a quien el creyente se dirige, ora, le habla… Tal dios es solo un constructo humano. Por el contrario, “Deitas” apunta al Fondo al que antes me refería, a aquello que somos en nuestra identidad profunda. No se trata ya de una divinidad separada, mucho menos antropomorfa, sino de lo realmente real, que trasciende tono nombre y todo concepto. No es extraño que, desde su propia experiencia de comprensión, el místico renano expresara: “Le pido a Dios que me libre de Dios”.
Así entendido, ese “Fondo” innombrable del que hablo, remite directamente al “Ser”, de Parménides, cuando, de manera tan simple como contundente, expresaba: “Todo lo que es, es” o “Solo hay Ser”. Remite igualmente a la “Consciencia” universal, como fuente, sustrato y contenido último de todo lo que es.
De Eso, innombrable, tenemos experiencia directa. Lo que ocurre es que, por razones cognitivas o afectivas, nuestra mente proyecta «Eso» en una persona particular o en un ser en el que se cree, y a partir de ahí afirmamos tener experiencia de esa persona (o de ese dios). Como decía, estamos experimentando lo único que es; los nombres vienen después.
Este fenómeno se constata con un simple dato: ¿por qué la Virgen María solo se aparece a personas católicas? La respuesta es sencilla: porque solo el “mapa” mental católico permite proyectar el Fondo último en esa imagen. Y lo mismo vale para replantear la fe en Jesús: ¿por qué los cristianos hablan de la “divinidad” de Jesús, entendida como una divinidad separada, cualitativamente distinta del resto de los humanos? Porque el “mapa” mental cristiano ha proyectado en Jesús aquel mismo y único Fondo.
¿A dónde conduce este planteamiento? A una constatación tan simple como revolucionaria: todos somos lo mismo desplegándose en formas diferentes. Dios (“Deus”), Jesús, María… o Ana: son formas concretas en la que se manifiesta lo único realmente real, aquello de lo que todo está hecho, aquello, por tanto, que constituye nuestra identidad. Ante este reconocimiento, cae cualquier comparación. Es innegable que en una persona concreta podemos apreciar cualidades notables, pero eso no niega que el fondo sea siempre el mismo. Se ve con claridad en la metáfora de las gotas de agua: una gota puede ser más grande o incluso más limpia que otra, pero todas ellas son la misma agua.
A partir de aquí, se abre el paso, de manera coherente y ajustada, a lo que ha venido en llamarse “paradigma posreligional o transteísta”. Cuando leo ciertos textos que se mueven en esa órbita, admiro su esfuerzo por actualizar creencias obsoletas, aunque sus reflexiones me producen una sensación de cansancio y de pereza, como si giraran en vano queriendo encontrar una salida a un callejón que no la tiene.
En concreto, desde mi punto de vista, me parece que esas reflexiones adolecen de dos problemas. Por un lado, parecen empeñarse en defender o sostener la creencia, como tratando de “modernizarla”. Ante ello, la pregunta es: ¿para qué tanto esfuerzo en “reinterpretar” la creencia cuando son las propias creencias las que han de ser superadas y trascendidas? Por otro, las percibo como discursos típicamente “mentales”, por lo que, ya de entrada, están condenados a la esterilidad. Lo que nace de la mente no podrá ir más allá del mundo de los objetos. Por lo que, aun queriendo replantear o “modernizar” aquellos contenidos, por más piruetas que quieran hacerse, no se conseguirá sino cambiar los nombres para quedar enredados en el mismo laberinto del que se pretendía salir. No niego que, en un momento determinado, esas relecturas ayuden a personas que se hallan en una situación determinada. Lo que afirmo es que son incapaces de alcanzar alguna salida real.
Siempre desde mi punto de vista, todos esos callejones sin salida únicamente pueden superarse desde la comprensión no-dual. Porque es esta comprensión la que lee ajustadamente la realidad como unidad-en-la-diferencia, por lo que podemos reconocer lo Uno -aquello que somos todos- en lo Múltiple -las diferencias en las que se despliega y expresa-.
Sin embargo, de manera sorprendente, tengo la sensación de que muchos de los autores que propugnan el paso a un “paradigma posreligional o transteísta” parecen “protegerse” de la no-dualidad, cuando no manifiestan prevenciones o incluso descalificaciones globales. El resultado es que se sigue manteniendo un discurso “mental”, que puede sonar más “moderno”, pero que no da el salto cualitativo que sería necesario para llegar a la meta que parecen proponerse.
Solo la comprensión no-dual permite trascender el paradigma religional, el mundo de las creencias y el propio teísmo. Porque nos sitúa, más allá de la mente, en el lugar donde cesan conceptos y palabras, por más que, en un segundo momento, los necesitemos, como “mapas”, para comunicarnos y comunicar lo que hemos vivido.
Zizur Mayor (Navarra), 27 de octubre de 2024.
¿AMAR A DIOS SIN SER TEÍSTAS?
Comentario al evangelio del domingo 3 noviembre 2024
Mc 12, 28b-34
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”. Respondió Jesús: “El primero es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». El segundo es este: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No hay mandamiento mayor que estos”. Él explicó: “Muy bien, maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
¿AMAR A DIOS SIN SER TEÍSTAS?
Para una persona teísta, que lo concibe como un ser separado, por más que pueda experimentarse como una “presencia íntima”, amar a Dios no es tan diferente de lo que podría ser amar a cualquier persona. Se trataría de poner en él la atención y el corazón, en una actitud de docilidad y obediencia.
Lo que ocurre es que ese “dios separado” tiene mucho, si no todo, de constructo humano, de creación de la mente proyectiva que, imaginándolo, “personifica” en un supuesto ser el misterio de la Profundidad de todo lo que es y somos. Tal forma de verlo encaja perfectamente con un nivel de consciencia mítico y con un modelo mental de cognición. Es decir, siempre que se identifica el conocer con el pensar -dando por supuesto que solo existe el conocimiento mental-, es imposible referirse a aquella dimensión que nos trasciende sin objetivarla, es decir, sin convertirla en un objeto. De ese modo, aquello que no tiene límite se convierte, en la práctica, en algo limitado; y aquello que no puede tener nombre -por no ser un objeto-, se convierte en un concepto que, en el extremo, la mente cree llegar a poseer: en el proceso, «Dios» se ha convertido en un ídolo.
Ya en el propio teísmo, el mandato de amar a Dios por encima de todas las cosas entrañaba riesgos, como aquel de pensar en un dios celoso y un tanto narcisista, capaz de enojarse, castigar y condenar eternamente a quien no lo amara lo suficiente.
Superado el teísmo, ¿qué podría significar la expresión “amar a Dios”? Entendida literalmente, y teniendo en cuenta la carga histórica y cultural que arrastra, suena hueca y carente de sentido. Sin embargo, si se toma simbólicamente, tras soltar creencias, imágenes, ideas y conceptos sobre la divinidad, tal vez pueda evocar algo lleno de sentido.
Si el término “Dios” alude a “Eso que no tiene nombre” -ni puede tenerlo-, es decir, a nuestra propia dimensión de profundidad, donde nos descubrimos ser más que el cuerpo, la mente, el psiquismo, el yo…, venimos a descubrir que, si se entienden bien, “Dios” y “Amor” son términos absolutamente equivalentes y, por tanto, intercambiables.
Amar a Dios es comprender que el amor es el fundamento de todo, nuestra identidad más profunda. Y que en eso consiste la sabiduría y el acierto en la existencia: en vivirnos desde nuestra identidad, desde la coherencia y la armonía con lo que somos. Amar a Dios es comprender y vivir que todo es Uno -amor es certeza de no separación- y que, en nuestra dimensión profunda, somos igualmente Uno con todo lo que es.