Domingo VII del Tiempo Ordinario
20 febrero 2022
Lc 6, 27-38
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores
lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros”.
AMOR COMO CERTEZA DE NO-SEPARACIÓN
El amor no nace de la voluntad, sino de la comprensión: en nuestra verdadera identidad, somos Amor. Habremos de recurrir a la voluntad para poner los medios que nos ayuden a liberarlo cuando lo notemos apagado o bloqueado, pero el amor no nace de la voluntad: es una realidad transpersonal, es lo que somos.
El amor no conoce fronteras, límites ni finales: es dinamismo que fluye sin cesar. Lo cual no niega que sea también lúcido y asertivo.
El amor no pone condiciones -es siempre humilde, gratuito e incondicional-, aunque moviliza poderosamente y nos saca de las inercias del egocentrismo.
El amor da paz, aunque nunca nos deja en paz.
El amor incluye a los enemigos -tal como afirma Jesús, que supo vivirlo así-, porque no existe nada separado de la totalidad: la realidad es no-separación. De hecho -más allá de la legítima protección ante cualquier amenaza-, lo que impide amarlos es la lectura que el ego hace de ellos y de la situación.
El amor es universal, pero el ego, según sus particulares e interesados criterios, divide y fracciona la humanidad en “buenos” y “malos”. A partir de esa etiquetación, genera comportamientos de diverso tipo.
Lo que ha ocurrido es que se ha desplazado el amor del centro, lugar que pretende ocupar el ego. El amor es, por su propia naturaleza, universal; el ego, por el contrario, egocéntrico. El amor fluye en todas las direcciones; el ego se mueve en función de sus intereses.
El amor no es, en primer lugar, un sentimiento o una emoción; es certeza de no separación. En cuanto tal, el amor no pasa nunca, porque aquella certeza es definitiva: define la naturaleza de lo real. La realidad no es una suma de objetos separados, sino un único tejido que, desplegado en infinidad de formas diferentes, comparte la misma “sustancia” o identidad. Eso explica que también los “enemigos”, más allá de todos sus comportamientos, son no-separados de mí.
¿Cómo entiendo y vivo el amor?