31 marzo 2024
Mc 16, 1-8
Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro. Y se decían unas a otras: “¿Quién nos correrá la piedra a la entrada del sepulcro?”. Al mirar vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. Él les dijo: “No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron. Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo”. Ellas salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían.
¿ALEGRÍA O TEMOR?
No parece cuadrar el hecho de que, ante el anuncio de una buena noticia, la reacción sea de temblor, espanto y miedo paralizante, que les impide incluso obedecer el mandato del ángel. ¿Qué significa ese miedo que produce mutismo?
Como no puede ser casual que el evangelio de Marcos termine con esa frase (lo que sigue es un añadido posterior), puede haber un doble motivo que lo explique. Por un lado, el autor nos estaría diciendo que el relato del anuncio de la resurrección es una construcción simbólica, sin asomo de literalidad. Por otro, se haría eco de la situación de los primeros discípulos que, a pesar de su adhesión a Jesús, no logran superar el miedo.
Ante el hecho de la muerte, solo nos queda el silencio. Podemos sentir la presencia de la persona que ha marchado, pero cualquier otro añadido no es sino una construcción mental, adornada al gusto de quien la realiza, pero sin base alguna verificable. Podemos aventurar que, tras la muerte, permanece aquello que no nació, pero eso deja fuera al yo personal.
Sin duda, los discípulos siguieron sintiendo de manera viva la presencia de su amigo y maestro, llegando incluso a creer ciegamente en su resurrección física. A partir de ahí, elaboraron una serie de relatos con los que, de manera simbólica y catequética, expresaban su creencia, a la vez que animaban a otros a adherirse a ella.
Más allá de cualquier impresión subjetiva, tras el silencio que impone la muerte, no encuentro mejor metáfora para hablar de ella que la del río que desemboca en el mar. El río pierde su nombre y su forma, tiembla de miedo ante el mar que se abre ante él, pero es justamente, al entregarse, cuando se descubre como agua. Ha muerto la “forma” de río; permanece el agua. Y es en esa misma “agua” donde todos nos encontramos, porque constituye nuestra identidad más profunda. Más allá del “río” único de cada cual -de nuestra personalidad-, nos reconocemos uno en el “agua” -nuestra identidad común y compartida- que trasciende todas las formas.