ALEGRÍA

Domingo II del Tiempo Ordinario

16 enero 2022

Jn 2, 1-11

En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: “No les queda vino”. Jesús le contestó: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”. Su madre dijo a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: “Sacad ahora, y llevádselo al mayordomo”. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora”. Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.

ALEGRÍA

“La alegría es señal inequívoca de que la vida triunfa”, escribía el filósofo Henri Bergson. Y no parece casual que el “primer signo” que el evangelio de Juan atribuye a Jesús tenga que ver justamente con esa actitud vital.

La alegría es el primer fruto natural de la vida que no ha sido bloqueada, porque es una con ella. Sin negar nuestra vulnerabilidad, que explica los altibajos emocionales y condicionamientos de todo tipo con los que nos vemos obligados a lidiar en nuestra existencia cotidiana, la alegría se sitúa en un “lugar” que se halla siempre a salvo. Porque es una realidad transpersonal.

Ello significa que no se trata de “algo” que podemos (o no) tener; no es una “cualidad” que hayamos de conquistar. Es lo que somos en nuestra identidad profunda. Y podemos experimentarla como un anhelo que busca fluir a través de nuestra persona.

Puede ocurrir, sin embargo, que nos vivamos desconectados de ella, debido a dos factores que se alimentan mutuamente. Por un lado, hemos podido crecer con carencias o dolencias de todo tipo -físicas, económicas, psicológicas, relacionales…- que siguen pesándonos y, en mayor o menor medida, nos mantienen atrapados en la tristeza, la decepción, la angustia, el enfado, el resentimiento o incluso la apatía. Por otro, en relación con lo vivido, nuestra mente ha podido generar un modo de funcionar alejado de la vida y de la verdad de lo que somos, dando lugar a patrones de pensamiento erróneos y a creencias irracionales que, en última instancia, son la fuente de nuestra desdicha.

Redescubrir la alegría que somos y reconectar con ella requiere un trabajo de “limpieza” o “higiene mental”, que no consiste únicamente en modificar unas creencias (irracionales) por otras (más ajustadas), sino en tomar distancia de la mente porque aprendemos a vivir en “otro lugar”: en la atención. en el no-pensamiento (el «no-saber», del que han hablado siempre los sabios), en el no-juicio, en el silencio de la mente…, en el Testigo.

Así como la mente es el lugar del razonamiento y necesitamos utilizarla para desenvolvernos adecuadamente en nuestra vida cotidiana, el Testigo es el lugar de la Comprensión que, más allá de los recurrentes y cansinos mensajes mentales, nos permite entrar en contacto y vivir en conexión con lo que realmente somos. Con lo cual, venimos a descubrir que el camino para descubrir y vivir nuestra verdad pasa por el silencio de la mente.

Cuando la mente se silencia, fluye la alegría, de la misma manera que fluye la gratitud. Es por esto que, tal como reza el dicho, no necesitas nada para ser feliz; en cambio, necesitas algo para estar triste.

¿Qué me da resultado para conectar con la alegría?