En forma de esquema, la gestión adecuada de los sentimientos podría expresarse de este modo: la actitud inteligente y constructiva se sitúa en el centro de dos extremos igualmente peligrosos: la represión y la reducción. La inteligencia emocional no reprime los sentimientos ni se reduce a ellos.
La represión es siempre peligrosa y dañina. Porque reprime los sentimientos –los oculta, los camufla, los niega o los disimula-, pero no los elimina. Dado que un sentimiento es una carga de energía, la represión acarrea estas consecuencias nefastas: desgasta a la persona, al consumir no poca energía para mantener reprimido el sentimiento; provoca que el sentimiento aparezca por otra vía, particularmente el cuerpo, en forma de somatizaciones (“el cuerpo dice lo que la mente calla”); el sentimiento reprimido se convierte en un volcán tan peligroso como oculto, que en cualquier momento puede estallar de forma inesperada y violenta, haciendo verdad el dicho de que «quien se empeña en vivir como un ángel, termina comportándose como una bestia«.
Ahora bien, en el extremo opuesto, la reducción no es mejor, ya que termina infantilizando y hundiendo a la persona. En efecto, al reducirme al sentimiento, no solo me convierto en una marioneta en sus manos, a merced de sus altibajos, sino que termino desconectado de mi verdadera identidad: esta es la mayor ignorancia, fuente de todo sufrimiento.
La actitud sabia, por tanto, consiste en reconocer, aceptar y nombrar todos nuestros sentimientos, acogiéndolos desde nuestra identidad profunda, sin negarlos ni reprimirlos y sin dejarnos conducir por ellos.
Todo sentimiento tiene “derecho” a vivir: es un “objeto” dentro de nuestro campo de consciencia; como tal, necesita ser reconocido y aceptado, sin demonizarlo: los sentimientos son moralmente neutros, ni “buenos” ni “malos”. Es una energía que siempre tiene una causa, aunque nos resulte desconocida. Al reconocerlos y aceptarlos, dejamos de resistirlos; solo entonces evitaremos fracturarnos.
Pero si bien todo sentimiento tiene “derecho” a vivir, no es menos cierto que ningún sentimiento constituye nuestra identidad. De ahí que identificarnos con cualquiera de ellos nos introduzca en la confusión y la impotencia. Nos identificamos con ellos cuando somos incapaces de tomar distancia o, peor aún, los alimentamos con nuestras cavilaciones mentales o rumiaciones. Y todos tenemos experiencia de que, al alimentar cualquier sentimiento o pensamiento, terminamos dramatizando la situación, enjaulados dentro de sus propios barrotes.