10 abril 2022
Jn 23, 1-49
En aquel tiempo, el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados se levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo: “Hemos comprobado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey”. Pilato preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. El le contestó: “Tú lo dices”. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: “No encuentro ninguna culpa en este hombre”. Ellos insistían con más fuerza diciendo: “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí”. Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verlo hacer algún milagro. Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra. Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco. Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.
Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo: “Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo: “¡Fuera ese! Suéltanos a Barrabás”. (A este lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio). Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. El les dijo por tercera vez: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío. Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?”. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Y cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y se repartieron sus ropas echándolas a suerte. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas diciendo: “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo: “Realmente, este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.
EL MITO DE LA SALVACIÓN POR LA CRUZ
Tal vez, la tendencia a poner nuestra salvación “fuera” pueda deberse a dos factores: por un lado, a la creencia que nos identifica con el yo carenciado y esencialmente necesitado de alguien que nos pueda “salvar”; por otro, a la consciencia mágica y mítica -en la que nuestra especie ha vivido durante siglos-, que pone la salvación en otro ser, como suelen hacer los niños.
En la tradición bíblica encontramos una imagen sumamente elocuente: en el Libro de los Números se narra que, para curar a quienes habían sido mordidos por serpientes venenosas -enviadas por Yhwh como castigo por los pecados del pueblo-, Moisés colocó una serpiente de bronce en lo alto de un madero, de modo que todo aquel que miraba la serpiente quedaba automáticamente curado (Num 21,4-9).
En el caso cristiano, la cruz de Jesús se leyó en relación a la doctrina del “pecado original”. Según la “teoría de la expiación”, grabada a fuego en el imaginario colectivo del mundo cristiano, todos los humanos nacen con un pecado que solo podía ser perdonado gracias al sacrificio de Cristo en la cruz.
Sospecho que no somos todavía conscientes de la doble implicación “oculta” en esa doctrina:
- imagen de un dios sádico, que reclama la sangre de su propio hijo para perdonar el pecado de “los primeros padres”;
- imagen del ser humano como “pecador” desde antes de su nacimiento, creencia en la que se asentaría la omnipresente culpa católica.
Solo una identificación extrema con la creencia impide ver que un planteamiento de este tipo resulte frontalmente disonante con la conciencia moderna. ¿Cómo podría creerse hoy, literalmente, en el mito de la salvación por la cruz?
Pero todavía hay más. En profundidad, el mito de la salvación por la cruz parte de una comprensión del ser humano que, no solo es parcial, sino radicalmente inadecuada. Identificarse con el “yo pensado” -o imagen que tenemos de nosotros mismos- supone reconocerse esencialmente como carencia y, por tanto, necesitados de una salvación “exterior”.
Pero no somos nuestro yo: la “personalidad” es solo la forma en que se está experimentado lo que realmente somos. Ciertamente, es frágil, débil, vulnerable y necesitada. Y de todo ello habremos de hacernos cargo. Pero en nuestra “identidad”, somos plenitud de presencia, estamos ya “salvados”.
¿De qué habla, pues, la cruz de Jesús? De lo mismo que hablan las persecuciones, torturas y asesinatos de personas inocentes a lo largo de la historia: de los abusos de un poder prácticamente omnímodo y de la fidelidad de Jesús a su propia misión. No hubo extraños designios de ningún dios ofendido. Hubo injusticia sangrante del poder de turno y fidelidad coherente de un hombre íntegro.
¿Qué lectura hago de la cruz?