Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
5 septiembre 2021
Mc 7, 31-37
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron a un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y habló sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
ABRIRSE A LA VIDA
De Jesús se dijo que “pasó por la vida haciendo el bien” (Hech 10,38). Defendió siempre a la persona –frente a tiranías de la autoridad, de normas y tradiciones–, apostando por su dignidad. En el encuentro con él, muchas personas se sintieron reconocidas –él sabía mirar al corazón–, liberadas de esclavitudes de todo tipo y animadas a vivir, saliendo de su letargo.
Por diferentes motivos –algunos de ellos muy arraigados y dolorosos–, a veces vivimos encerrados en nuestro pequeño mundo, en la capa más superficial de nuestra persona, conformándonos con “ir tirando” en una actitud defensiva, que busca simplemente amainar el malestar. Pero esa misma aparente “protección” se convierte en nuestra tumba.
La palabra de Jesús –“Effetá”: ábrete– es una invitación a salir de esa “zona de confort” que pudimos fabricarnos y en la que corremos el riesgo de terminar asfixiados, para abrirnos a la vida en profundidad.
Necesitamos abrirnos a nuestro mundo interior para poner luz en él. Eso significa mirar, reconocer, nombrar y aceptar todo lo que se mueve en el campo de los sentimientos y las emociones. Implica también abrirnos a reconocer nuestra sombra y abrazarla. Porque solo el encuentro real con todo ello hará posible que vivamos de manera integrada, unificada, armoniosa, serena y creativa.
Necesitamos abrirnos también a nuestra dimensión profunda (espiritual) donde, más allá de nuestra personalidad, entramos en contacto con nuestra verdadera identidad y nos descubrimos en “casa”. Porque solo cuando nos abrimos y permanecemos en conexión con ese “lugar”, todo se ilumina y se llena de sentido.
Desde ahí, necesitamos abrirnos a los otros, a quienes ahora veremos de un modo nuevo, como hermanos y hermanas, con quienes, más allá de las diferencias, compartimos la misma identidad. Jesús decía: “Lo que hacéis a cada uno de ellos, me lo estáis haciendo a mí”. Y casi dos siglos antes, el filósofo romano Terencio dejó dicho: “Soy humano y nada de lo humano me es ajeno”.
Y también desde ahí nos abrimos al mundo entero, a todos los seres, al planeta, desde una actitud de empatía, complicidad y cuidado, es decir de comunión. Porque la apertura genuina no es sino consecuencia de la unidad que somos.
¿Vivo en actitud de apertura? ¿Cómo se manifiesta?