Domingo XII del Tiempo Ordinario
20 junio 2021
Mc 4, 35-40
Aquel día, al anochecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba: otras barcas los acompañaban. Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!”. El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. Se quedaron espantados y se decían unos a otros: “Pero, ¿quién es este? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!”.
CONTRASTES
Las imágenes de contrastes suelen ser muy evocadoras de lo que es la condición humana, marcada con el sello de la paradoja.
El relato de hoy dibuja dos contrastes notables: por un lado, la “gran calma” contrasta con el oleaje huracanado; por otro, la paz de Jesús “dormido” en medio de la tempestad choca con el miedo y la impotencia de los discípulos.
En nuestra existencia experimentamos todo ello: oleajes de todo tipo, miedo e impotencia. Pero nada de eso niega que somos paz y fortaleza. Es cierto que, por diferentes motivos de nuestra psicobiografía, la paz y la fortaleza han podido quedar “sepultadas” hasta el punto incluso de haber llegado a ignorarlas, por lo que puede ser necesario un trabajo psicológico que las desbloquee. Pero están ahí y, aun con dudas y altibajos, algo en nuestro interior nos lo hace saber. Algo en nosotros sabe que, en lo profundo, somos paz y fortaleza.
Decía que la paradoja constituye el sello de lo humano. Y eso es así porque no hace sino reflejar el “doble nivel” que nos constituye: el de la personalidad (nivel psicológico) y el de la identidad (nivel espiritual o profundo). El primero se caracteriza por la impermanencia y la fragilidad; el segundo, por la estabilidad y la ecuanimidad.
La sabiduría consiste en reconocer ambos niveles y vivirlos de manera armoniosa, lo cual significa desplegar la personalidad en conexión consciente con nuestra identidad. Es vivir los altibajos de la existencia desde el “lugar” de la paz.
En la práctica, eso significa desarrollar la capacidad de tomar distancia de la mente pensante y situarnos en el Testigo ecuánime que observa. Al ser observada, la mente se detiene y entramos en contacto con aquella realidad profunda donde nos reconocemos como plenitud de vida. Las circunstancias difíciles continuarán sucediendo, pero nosotros habremos cambiado de “lugar” y podremos vivirlas de otro modo. Desde este lugar –nuestra identidad–, se desvanecen las “burbujas” mentales de miedo, preocupación o impotencia, se calma el “oleaje” y nos abraza la paz.
¿Desde dónde me vivo habitualmente? ¿Cómo –desde dónde– afronto los “oleajes” que aparecen en mi existencia?