Cuando la aceptación quiso instalarse en mi casa,
me asusté de su apariencia pasiva.
Comencé a recordar los días especiales,
las noches intensas de imposible bebido a grandes sorbos
y me atreví a llamarla: “ladrona de Vida”,
“ladrona de deseos”.
Me he resistido a sus suaves toques,
a sus roces intensos,
pronunciando ese nombre que soy
más allá de mi exuberante apariencia,
también en ella.
Me he resistido con sentimientos de frustración
por lo que ya no es,
por lo que no importa si será,
por ese tono ronco y dulce con el que me habla.
Oía: soltar, soltar el pasado,
soltar, soltar, soltar el futuro.
Y quedaba ese «sin nada» que me dejaba a oscuras,
en silencio y paralizada.
¡Qué engaño! No sé soltar y,
sin embargo, Ella ha ido acompañando
el eco ansioso: “no sé soltar”,
con su honda presencia,
para ir vaciando mis manos,
mi mente, mi corazón
de vanos caminos a ninguna parte o,
mejor dicho, a la cima de mi soledad.
Y no se ha quejado del paso lento,
de las ataduras, temblorosamente sostenidas,
aferrándome a nombres, cosas, personas y lugares
como a centros de sentido y adicción.
Bajo su sombra amiga,
sobre su cimiento callado,
va surgiendo un nuevo nombre sin nombre
que habita las simas y los cielos
preñándolo todo de absoluta belleza:
lo que Es va acunando mis sueños
y desplegando la calma
a La Luz clara y serena del Amor,
su otro nombre, su mismo rostro,
la melodía de la Vida escuchada.
Esther Fernández Lorente.