Está a punto de despedirse 2020, en el que hemos vivido circunstancias que hubieran sido impensables solo un año antes.
Las circunstancias difíciles nos cuestionan, nos descolocan y suelen provocar reacciones igualmente inesperadas. Porque modifican el “escenario” habitual en el que nos movíamos, hacen saltar por los aires nuestras rutinas y despiertan sentimientos que, en general, preferimos mantener dormidos: miedo, incertidumbre, frustración, pérdida, rabia, tristeza, hundimiento… En definitiva, aflora implacable nuestra vulnerabilidad.
Todo ello fácilmente nos altera, porque nuestra mente ama la (aparente) seguridad y el (supuesto) control de la realidad, y nuestro yo lee cualquier pérdida como “muerte” y cualquier adversidad como amenaza.
Todo ello hace que, ante circunstancias difíciles –probablemente, después de haber pasado su primer impacto–, sea más necesario que nunca el cuidado de la lucidez y de la mirada en profundidad, más allá de la primera apariencia y de los primeros (e inevitables) miedos.
Todo empieza por saber mirar, es decir, por ver de manera ajustada. Las cosas no son lo que parecen. Lo que aflora en la superficie nunca es lo realmente real. Más allá de las circunstancias y de la inquietud o dolor que nos despierten, podemos escuchar en nuestro interior un mensaje inequívoco: “Eres más que todo eso, confía”.
Ante ese tipo de situaciones, la mente suele tomar el mando, introduciendo todo tipo de mensajes reactivos: “Esto no debería ocurrir”, “es lo peor que me podría haber pasado”, “con esto no puedo sentirme bien”… No es extraño que, ante este tipo de mensajes, que solemos creer a pies juntillas, quedemos bloqueados y ciegos ante la verdad de lo que somos.
Es necesario acallar la mente para experimentar que, pase lo que pase, en nosotros hay siempre “Algo” que sabe. Y se hace manifiesto en el silencio mental como luz que aporta confianza, paz, amplitud…
Ahí podemos abrirnos a comprender que en el plano profundo –en lo realmente real– todo está bien. La Vida no puede equivocarse –¿cómo podría errar la Totalidad?–; aunque nuestra mente sea incapaz de entender y de encontrar explicaciones, la Vida sabe.
Desde esa confianza, nos situamos como aprendices: todo lo que ocurre trae un mensaje para nosotros, una lección que aprender. A partir de ahí, podemos empezar a ver el malestar como aliado y la dificultad como oportunidad. Oportunidad, ¿de qué? De comprender lo que somos. Todo lo que nos sucede es un maestro que trata de enseñarnos esta única lección: ¿qué soy yo? Mientras respondamos a ese interrogante de manera errónea, persistirá el sufrimiento. Cuando encontremos la respuesta adecuada, podrá seguir habiendo dolor, pero el sufrimiento desaparecerá. Porque lo que somos se halla siempre a salvo, en medio de toda circunstancia.
Cuando se nos regala ver de ese modo, surge la gratitud. Agradeces lo que llega, no por lo que llega, sino porque llega. No das gracias porque ames el dolor, sino porque esa circunstancia que te despierta dolor es también una oportunidad. No das gracias porque apruebes lo que sucede, sino porque te encuentras alineado con la vida –con la realidad–, sabiéndote uno/una con ella. En el silencio de la mente descubres que la vida no es “algo” que tienes, sino lo que realmente eres. Y que es esa misma y única Vida la que está manifestándose, desplegándose y expresándose también en esta circunstancia que descoloca a tu mente y a tu yo. En resumen, das gracias en toda circunstancia porque te has “rendido” a la Vida, hasta poder decir, emulando al sabio Jesús de Nazaret: “Que no sea lo que yo quiero, sino lo que la Vida quiere”.
La mirada adecuada –el ver en profundidad, más allá de la estrecha perspectiva de la mente– conduce a la confianza, a la gratitud y a la aceptación profunda o rendición. Y se plasma en vivir diciendo sí. Sí a todo lo que viene, no por lo que viene, sino porque viene. Todo lo que viene es un “disfraz” que la vida adopta para enseñarnos, una y otra vez, que no somos la forma concreta (el yo) que se ve a merced de las circunstancias, sino la misma Vida que sostiene y se despliega en todas esas formas.
Deseamos ser felices pero, con frecuencia, el modo de buscarlo hace que consigamos el efecto contrario. Buscamos ser felices –no podemos dejar de buscarlo–, pero… ¿estamos dispuestos a incluir todo tipo de situaciones dentro de la felicidad?… ¿Estamos verdaderamente dispuestos a ser felices en cualquier situación… o queremos “salirnos con la nuestra”? ¿Aceptamos lo que viene o continuamos en la pretensión arrogante y narcisista de que se haga siempre nuestra voluntad y que la vida responda a nuestros deseos?
Aun sin darnos cuenta, solemos rechazar la felicidad cuando el presente no se parece a nuestra imagen de lo que se necesitaría para ser feliz. Y ese es, precisamente, el mayor obstáculo para ser felices: la imagen mental que tenemos de la felicidad.
Todo empieza, por tanto, por ser honestos y responsabilizarnos, tanto de nuestra felicidad como de nuestro sufrimiento.
Ver, agradecer, vivir diciendo sí…, al año que termina y al año que se inicia…, con todo lo que traiga. Soltando la queja y el lamento y afianzándonos en la confianza, la gratitud y la docilidad a la vida.
La Vida sabe… y hay Algo en ti –la misma Vida, lo que eres en profundidad– que sabe y que está siempre a salvo. No sufras inútilmente por identificarte con lo que no eres. Aquieta la mente para que no se imponga con sus lecturas inevitablemente parciales y reductoras, y saborea lo que eres en profundidad.
Solo así, cuando no dejemos nada fuera y cese la resistencia a lo que viene, cuando comprendamos experiencialmente lo que realmente somos, podremos vivir un feliz 2021. Porque no habremos puesto la felicidad en lo que ocurra, sino en la comprensión profunda de lo que somos.
“Un pájaro posado en un árbol nunca tiene miedo a que la rama se rompa, porque su confianza no está en la rama, sino en sus propias alas”. La rama es lo que ocurre; las alas, comprensión.
¡Muy feliz 2021 para todos y para todas, en toda circunstancia que nos toque vivir!