Domingo XIII del Tiempo Ordinario
28 junio 2020
Mt 10, 37-42
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. Quien reciba a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta, y quien reciba a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. Y todo aquel que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa”.
PARADOJA
La paradoja constituye, sin duda, una “seña de identidad” de lo profundo. Todo lo profundo -y, por tanto, lo humano- es paradójico. Lo cual se traduce en el reconocimiento de que las cosas no son lo que parecen.
¿A qué se debe la paradoja? Al hecho de que lo real tiene «dos niveles». En el caso humano, esos dos niveles son la «personalidad» y la «identidad». Tampoco nosotros somos lo que parecemos ser.
La mente lee la paradoja como una contradicción, pero en realidad es una contradicción solo aparente. Los «dos niveles” no se excluyen, sino que se complementan, hasta el punto de hacer posible este mundo fenoménico que percibimos.
“Vacuidad es forma y forma es vacuidad”, se afirma en el budista Sutra del corazón. Todas las formas se hallan sostenidas en la vacuidad –son vacuidad, en su realidad última– y la vacuidad se hace presente en todas ellas.
La ignorancia consiste en ver solo la forma, sin percibir la vacuidad que es en su núcleo más profundo, o en imaginar una vacuidad ilusoria separada de las formas. Es lo que hace nuestra mente, al ser incapaz de manejarse en la paradoja. Por el contrario, la comprensión descubre ese “doble nivel”, estrecha e indisolublemente abrazado en la no-dualidad. Vacuidad y forma, forma y vacuidad, todo es no-dos.
Jesús de Nazaret expresa nuestra paradoja en aquella expresión tan conocida como frecuentemente malinterpretada: “El que encuentre su vida, la perderá; el que la pierda por mí, la encontrará”.
“Encontrar la vida” significa aquí reducirse a aquello que la mente percibe, es decir, identificarse con la forma (el yo). Quien se identifica con su yo, pensando que esa es su identidad, se ha “perdido” en la ignorancia y en la confusión. Ha perdido lo más valioso: la vida.
Por el contrario, “perder la vida” significa tomar distancia del yo, verlo en lo que es –solo una “forma” transitoria– y reconocerse en la vida que somos. El “mí” del texto es una forma de expresar lo que realmente somos. De ahí que la expresión “perder su vida por mí” no significa alienarse a otro, sino reconocerse en esa identidad profunda –el evangelio de Juan la nombra como “Yo soy”– que nos constituye. Por decirlo de modo más sencillo: no se trata de seguir a Jesús –a partir de una creencia que fácilmente fomenta una vivencia heterónoma e incluso infantilizante–, sino de “seguir” a –vivir en conexión con– aquello que somos todos –Jesús incluido–, superada la trampa de la identificación con el yo.
¿Pierdo o encuentro la vida?