14 junio 2020
Jn 6, 51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Disputaban entonces los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”.
SOMOS VIDA VIVIÉNDOSE EN FORMA HUMANA
«Yo soy la vida» (Jn 11,25).
Es sabido que en la redacción del cuarto evangelio participaron diferentes autores que fueron rehaciendo o glosando el original. En lo que a la metáfora del “pan de vida” se refiere, se perciben dos modos de explicarla notablemente diferentes: según un autor, el “pan” es la palabra que Jesús, en cuanto “alimento” y fuente de vida para el ser humano; sin embargo, otro glosador posterior identifica al “pan” con la “carne”, probablemente para subrayar la importancia del rito y el lugar central que debía otorgarse a la celebración de la eucaristía en la comunidad. Si, en un primer momento, los discípulos afirmaban que su alimento era la palabra de Jesús, más tarde insistirán en que el verdadero alimento es su cuerpo, presente en el pan que comulgan.
Más allá de la interpretación teológica y su insistencia en la “materialidad” física del cuerpo de Cristo que se hace presente en el pan –así lo proclama la doctrina de la “transubstanciación”–, el texto evangélico habla sobre todo de comunión y de vida: “Habita en mí y yo en él…; yo vivo por el Padre…, el que me come vivirá por mí”. Aquí se encuentra la clave espiritual.
“Padre” es una metáfora intercambiable por la de “Vida”. Todo es vida, en un despliegue admirable de formas que, a nuestros ojos, parecieran, en ocasiones, ocultarla. Pero cualquier forma, toda forma es, en realidad, vida.
La vida no es algo que tenemos; tampoco es algo en lo que nos movemos. La vida no es un “contenedor” dentro del cual aparecemos nosotros, así como el resto de los seres. Somos la vida, que temporalmente se expresa en esta forma.
El Padre, Jesús, nosotros, todos los seres… somos, en nuestra identidad profunda, vida. Porque solo la vida es. Todo lo demás son formas que ex-isten.
Eso significa, en lo concreto, que no somos nosotros los que vivimos la vida –como con frecuencia tendemos a pensar–, sino que es la vida la que se vive en –o nos vive a– nosotros.
Se nos hace presente, una vez más, nuestra realidad paradójica: somos vida expresándose en una forma impermanente. Teniendo en cuenta los dos polos de la paradoja, la sabiduría consiste en vivir la persona –que tenemos, en la que nos experimentamos– como un cauce por el que la vida –que somos– fluye. Lo cual tiene una traducción tan concreta como revolucionaria con respecto a nuestra forma habitual de funcionar: se trata de vivir diciendo “sí”.
Decir “sí” a la vida implica alinearse con ella, recibir todo lo que viene, amar lo que es, agradecer, bendecir, confiar, responsabilizarse…, en la certeza de que la propia sabiduría de la vida va conduciendo todo el proceso. El objetivo solo es uno: crecer en la comprensión de lo que realmente somos. Tal comprensión, cuando es experiencial, equivale a liberación. No somos un yo separado de la vida y enfrentado a ella –esta creencia constituye la fuente de todo sufrimiento mental–, sino la misma vida y, a la vez, un cauce particular por el que la vida se expresa en todo momento.
¿Cómo me sitúo ante la vida?