ENTRE EL DESEO Y EL ANHELO

Domingo III de Cuaresma 

15 marzo 2020

Jn 4, 5-26

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor de mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: “Dame de beber”. (Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida). La samaritana le dice: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” (porque los judíos no se tratan con los samaritanos). Jesús le contestó: “Si conocieras el don de Dios, y quien es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva”. La mujer le dice: “Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?, ¿eres tú más que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?”. Jesús le contestó: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”. La mujer le dice: “Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla”. Él le dice: “Anda, llama a tu marido y vuelve”. La mujer le contesta: “No tengo marido”. Jesús le dice: “Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad”. La mujer le dice: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén”. Jesús le dice: “Créeme, mujer, se acerca la hora en que ni en este monte, ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad”. La mujer le dice: “Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo”. Jesús le dice: “Yo soy: el que habla contigo”.

 ENTRE EL DESEO Y EL ANHELO

          El autor del evangelio construye este relato para mostrar a Jesús como quien sacia por completo la búsqueda del ser humano, representado en la figura de la mujer samaritana.

     En una consciencia mítica, la salvación se sigue buscando “fuera”, como obra de un Dios que viniera al rescate de nuestra carencia. En la medida en que se va superando ese nivel de consciencia se empieza a advertir que la salvación –plenitud, felicidad– no está fuera ni en el futuro; tampoco es un “objeto” que tendría que completarnos.

      Con esos términos se alude, más bien, a nuestra identidad profunda, a aquello que realmente somos. Y esto no tiene nada de narcisismo ni de orgullo porque el sujeto no es el yo, sino aquella identidad, una y compartida, que constituye nuestro fondo más íntimo y, a la vez, más transcendente.

      Lo contrario significa proyectar fuera –en un supuesto dios separado– aquello que somos en profundidad, con lo cual nuestra verdadera identidad quedaría irremisiblemente secuestrada por una figura creada por nuestra propia mente.

    El ser humano –siempre la paradoja– es un ser deseante y anhelante. El deseo nace de nuestra carencia y busca algo en beneficio propio; el anhelo, por el contrario, es gratuito y se percibe como un impulso que nos desegocentra.

    Es legítimo responder a los deseos, si bien será necesario estar vigilantes para no caer en la trampa del apego. Cuando se cae en ella, el deseo se convierte en adicción, en una fuerza tiránica que nos esclaviza y nos ciega, reduciéndonos a lo que no somos: hemos perdido la libertad y la comprensión.

      El anhelo es la “voz” de nuestra identidad profunda, que quiere expresarse en nuestra vida cotidiana y, por ello, clama en nosotros impulsándonos a secundarla. Si el deseo es siempre “interesado”, el anhelo es gratuito e incondicional, porque no nace del yo, sino de la propia vida que somos.

      Cuando vivimos desde el anhelo, no buscamos los intereses del ego, sino que nos percibimos como cauces por los que la vida se expresa. Este inédito modo de vivirse es el que queda plasmado en las palabras que el evangelista pone en boca de Jesús, en el mismo capítulo 4 del evangelio de Juan que leemos hoy: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).

    El deseo, siendo legítimo y en ciertos casos irrenunciable, alimenta al yo; el anhelo transciende el yo y nos sitúa en actitud de docilidad para que pueda vivirse en nosotros lo que realmente somos (“el que nos ha enviado”).

¿Me doy tiempo para escuchar en mí la voz del Anhelo?