Domingo XXX del Tiempo Ordinario
27 octubre 2019
Lc 18, 9-14
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
SOMBRA, ORGULLO NEURÓTICO Y VERDAD
He aquí una joya de sabiduría psicológica y espiritual. Y para evitar el juicio apresurado, será bueno ver que los dos personajes de la parábola representan dos actitudes que seguramente habitan en cualquiera de nosotros.
El “fariseo” simboliza el ego que vive de la comparación, el juicio y la descalificación. La comparación permite afirmarse, separándose, frente a los otros; el juicio es inevitable en el estado mental, ya que pensar equivale a juzgar, es decir, a colocar “etiquetas” a todo y a todos; la descalificación del otro supone afirmar la propia “superioridad” moral o personal.
La imagen del “publicano”, por su parte, alude a la consciencia de nuestra propia vulnerabilidad, con su carga de debilidad, error, mentira e incluso maldad: lo que, genéricamente, se ha entendido como “pecado”.
El primero vive instalado en el orgullo neurótico y, desde él, condena en el otro todo aquello que en sí mismo ni acepta ni quiere ver. En ese sentido, vive en la mentira, porque es incapaz de reconocer y aceptar su propia sombra. Y, al no verla, se ve forzado a proyectarla en el otro, sin advertir que, con toda probabilidad, aquello que condena es lo que, en su inconsciente –eso es la sombra–, desearía vivir. De modo que, mientras está presumiendo de no ser “como los demás: ladrones, injustos, adúlteros” –“dime de qué presumes y te diré de qué careces”–, sin que él lo advierta, su inconsciente está susurrando: “no soy como los demás…, pero me encantaría serlo”. ¿Resultado? Es un hombre no reconciliado consigo mismo –no “justificado”, en el lenguaje de la parábola-.
A diferencia de quien se refugia en su imagen idealizada, el segundo reconoce sencillamente su verdad y se acepta con ella. No hay comparación, ni juicio ni descalificación de otros. Hay aceptación de la propia verdad, sin maquillarla –eso es humildad–, que produce un resultado diametralmente opuesto al anterior: termina “justificado”, es decir, unificado y pacificado.
¿Cómo puedo reconocer en mí el orgullo neurótico y la sombra inconsciente? Por sus síntomas en mi vida cotidiana: la comparación con los otros, el juicio y la descalificación, la crispación que experimento ante determinadas personas, actitudes, comportamientos… Evidentemente no todo aquello de lo que discrepo constituye una sombra mía, pero lo que me crispa de los otros me está señalando algo negado en mí.
¿Vivo reconciliado/a con toda mi verdad?