Domingo XVII del Tiempo Ordinario
28 julio 2019
Lc 11, 1-13
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo: “Cuando oréis, decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación»”. Y les dijo: “Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: «Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle». Y, desde dentro, el otro le responde: «No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos». Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”.
INSISTIR PARA COMPRENDER
La petición brota de la carencia. Mientras persista la identificación con el yo separado, absolutizaremos nuestra vulnerabilidad y, con ella, nuestro sentimiento de indigencia. Llevado al campo religioso, no es de extrañar que, en la oración, haya ocupado siempre un lugar predominante la petición.
Es indudable que la persona en la que nos experimentamos se caracteriza por la debilidad, la fragilidad y la vulnerabilidad. Negar tal hecho nos instala en la mentira y hace que tratemos de acorazarnos, sin mucho éxito, en los más variados mecanismos de defensa, para aparentar una fortaleza y seguridad que nos eluden.
Si somos honestos, habremos de reconocer que mientras nos identificamos con el yo separado, la percepción de nosotros mismos aparece siempre coloreada por la carencia –el yo es un manojo de miedos y necesidades–, de la cual brota la petición e incluso la búsqueda, más o menos compulsiva, de “algo” (“Alguien”) que nos colme.
Todo se modifica cuando comprendemos que somos Plenitud, no porque el ego se infle y se atribuya una cualidad ilimitada. No, el sujeto de la Plenitud no es el yo separado –de hecho, mientras nos identifiquemos con él, no podremos percibir nuestra realidad profunda–, sino Eso que es consciente, el Fondo común que compartimos con todo lo que es.
“Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre”. Ya se nos ha dado todo y todas las puertas se hallan abiertas ante nosotros. Se trata solo de caer en la cuenta, saliendo del estado hipnótico que nos mantiene encerrados en la creencia que nos identifica con el yo separado.
Y ahí es justamente donde necesitamos “insistir”. Pero no para conseguir los favores de un Dios aparentemente poco generoso, sino para romper la inercia que arrastramos y que erróneamente nos reduce al yo separado.
Una tal inercia solo puede superarse gracias a un trabajo constante de reeducación. Porque, aunque hayamos comprendido –o simplemente atisbado– que nuestra identidad es Eso que es consciente –una realidad ilimitada y transcendente, que se halla siempre a salvo–, nos veremos llevados, una y otra vez, de modo insistente, a percibirnos y comportarnos como si fuéramos el yo separado.
El único modo de superar la inercia pasa por detenernos, tomar distancia de la mente y re-situarnos, una y mil veces, en la comprensión de lo que realmente somos. En esta tarea, cualquier malestar repetitivo así como todo sufrimiento mental constituyen un aliado valioso, al hacernos ver que nos atrapan cuando –y porque– hemos desconectado de nuestra verdadera identidad y nos mantenemos apegados a la antigua creencia que nos reducía al yo vulnerable.
La persona en la que nos experimentamos seguirá siendo extremadamente vulnerable y su horizonte será la muerte pero, gracias a la comprensión, podremos acogerla con serenidad. Porque habremos comprendido que, tras la forma transitoria de la persona, somos Plenitud de presencia. Hemos encontrado el tesoro y la puerta se halla siempre abierta.
¿Me reconozco como Plenitud? ¿Cómo vivo la sensación de carencia?