Con su relato evangélico, parece que Mateo, el autor de nuestro primer evangelio, busca mostrar a Jesús como aquel que cumple las esperanzas, no ya únicamente del pueblo de Israel, sino de toda la humanidad, representada en los “Magos (sabios) de Oriente”.
La narración, que solo se encuentra en este evangelio, pretendería universalizar la figura y el mensaje de Jesús, que se manifiesta (ese es el significado de “epifanía”, la fiesta que la Iglesia celebra el día 6 de enero) a “magos” (sabios) provenientes de lejos. La buena noticia desvelada en Jesús –viene a decir el evangelista- se extiende a toda la humanidad. El único requisito es “seguir la estrella” que conduce hasta el lugar adecuado.
Hasta aquí, la lectura religiosa del texto, lectura que con el paso del tiempo habría de desarrollarse y enriquecerse con otros añadidos -referidos, por ejemplo, al número de los «magos»- y con tantas tradiciones que universalizaron a estas figuras, en innumerables representaciones (“cabalgatas”), como portadoras de regalos y haciendo las delicias de los sueños infantiles.
El texto, en realidad, no dice que fueran “tres” (sino “unos”; fue en siglos posteriores cuando se empezó a hablar de «tres», debido sin duda al número de regalos que menciona el texto evangélico: oro, incienso y mirra), ni “reyes”, ni tampoco “magos”, al menos en el sentido que hoy se otorga a esa palabra. Se refiere más bien a “sabios” –así los nombra- que, precisamente por su condición, constituían los testigos más adecuados del acontecimiento que se pretendía universalizar: los pobres (pastores) reciben el anuncio; los sabios lo descubren.
En una lectura espiritual, parece que el texto remite a una actitud de apertura y de sabiduría o comprensión. El “recién nacido” buscado por los Magos es símbolo de nuestra verdadera identidad, lo que constituye el “tesoro” que andamos anhelando, al haber olvidado que ya lo somos. Somos, pues, Eso que vamos buscando. Pero, debido a nuestra ignorancia, necesitamos “ponernos en camino” y seguir la luz de la “estrella”.
La “estrella” no es otra cosa que nuestro anhelo que, en forma de dinamismo y de luz, nos empuja hacia adelante, nos llama a ver en profundidad, hasta que podamos salir de la ignorancia y encontrar nuestra “casa”. La estrella no elimina la oscuridad, pero cuando le prestamos atención sabe conducirnos con seguridad…, aunque sea en medio de una noche oscura, como nos recuerdan místicos y poetas: “Sin otra luz y guía, sino la que en el corazón ardía”, reconocía Juan de la Cruz. Y lo reproducía Luis Rosales: “De noche iremos, de noche; sin luna iremos, sin luna; que para encontrar la fuente solo la sed nos alumbra”. La “sed” que arde en nuestro corazón constituye al mismo tiempo la luz. Pero es tenue, o quizás mejor, respetuosa, y basta nuestra indiferencia hacia ella para que se desvanezca.
Con todo, el Anhelo no cesa. A poco que nos escuchemos percibiremos su voz. En una experiencia de plenitud o en medio de una crisis podremos experimentar que “Algo” nos llama a conectar con lo que realmente somos. La voz nace del Silencio y será justamente en el Silencio (de la mente o del yo) donde el experimentaremos el encuentro.