Hay unos pececillos minúsculos que se dedican a comerse las piltrafas de carne podrida que los peces más grandes tienen dentro de la boca; porque al buscarse el alimento o pelearse, esos peces mayores se hacen heridas entre los dientes; y si no existieran esas criaturas ínfimas que les mordisquean y les limpian, las infecciones acabarían con ellos.
Para mantenerse pulcros y aseados, pues, cada cierto tiempo esos pescados gordos abren la cabeza y permiten que unos pescadillos que normalmente serían su aperitivo deambulen por el interior de sus fauces durante largo rato, arrancándoles pedacitos de carne y haciéndoles ver previsiblemente las estrellas. Pero el pez grande se aguanta y se comporta, y repite el ritual una vez al mes o cosa así sin dañar jamás al invitado.
Para mí, lo más asombroso de esta asombrosa historia radica en el acuerdo tácito para reconocerse en lo que son. Es decir, el bicho grande sabe que el pequeño no es un bocado nutritivo, sino su dentista. Y el pececillo estomatólogo es capaz de contrarrestar su pánico innato a ser devorado y de introducirse entre los colmillos de un depredador con la rara intuición de que no va a acabar convertido en merienda, sino que, por el contrario, va a poder merendar él tan ricamente de la paciente boca del monstruo caníbal.
Ese acuerdo, tan provechoso para ambos, se basa en el reconocimiento instantáneo del lugar del otro. Siempre me ha fascinado la cristalina y precisa claridad con que los animales se contemplan unos a otros. Tienen una percepción estable e inmediata de lo que el otro es para sus vidas, así como lo que ellos son para el contrario. Y así, las criaturas salvajes disciernen enseguida si lo que tienen enfrente es un depredador o una presa comestible, o la pareja para el apareamiento, o un rival territorial, o un compañero de caza, o el dentista que te va a mordisquear esa carne podridilla de los mofletes. Se miran y se miran mutuamente, y cada uno conoce el lugar respecto al otro. De esa sabiduría nacen las reglas del juego, el equilibro.
Los humanos también somos animales, cosa que olvidamos con excesiva frecuencia; pero somos unos animales tan inteligentes que nos hemos quedado medio tontos. Como especie tenemos unas características inciertas: hemos perdido la llave de la sabiduría instintiva, pero la urgencia de ese confuso instinto sigue creándonos conflictos con la razón. Todo esto se traduce, precisamente, en la pérdida del lugar propio. No sabemos quiénes somos, ni quiénes son los otros, ni cómo relacionarnos mutuamente. Nos corroe el desasosiego de ignorar cómo nos ven los demás y desde qué mirada. Imaginamos que somos unos y deseamos ser otros, y al final de tanta ensoñación, ya no podemos reconocernos. Hay una inquietud básica en el ser humano ante la propia identidad, una inquietud de encierro dentro de un cuerpo equivocado. Tal vez nos desconcierte seguir siendo animales y no saberlo.
A medida que envejezco voy valorando más y más el descubrimiento del propio lugar como medida de la madurez, como conquista fundamental de la sabiduría vital. Ese lugar no es un espacio público, es decir, no tiene que ver con el éxito social. Es un sitio interior, algo así como una ligereza en la asunción de todas las capas de lo que uno es, aquellas que sé nombrar y aquellas para las que no tengo ni tendré nunca palabras. Es ese espacio íntimo desde el que no necesito preguntarme quién soy, ni representarme para los demás. Un lugar de serenidad probablemente inalcanzable desde el que se deben de entender los secretos de la muerte y de la vida.
Rosa Montero.