La verdad carece de contornos –es ilimitada- y no puede contenerse en una fórmula. Por ese motivo, no es “algo” que la mente pudiera apropiarse o que fuera posible aferrar. Lo cual explica, también, que para el yo sea incertidumbre por cuanto, al no ser un objeto mental –una idea o creencia-, se le escapa completamente.
La misma naturaleza de la verdad provoca que, en el momento mismo en que se la quiere delimitar en una creencia concreta, se caiga en la mentira: se ha confundido la verdad inefable con una mera construcción mental. Buscando seguridad en la que sostenerse, se ha desembocado en un error de consecuencias graves y peligrosas para uno mismo y para los demás.
La verdad no puede ser apresada, ni aporta seguridad al yo que, ante ella, se descubre completamente desnudo, sin consistencia. Por ese motivo, la evita, refugiándose –protegiéndose- en el sucedáneo de las “creencias”, en las que cree encontrarse seguro.
Al no ser objeto, la verdad simplemente es. Una con la realidad, constituye el fondo último de todo lo que es. Por eso, no se la puede tener; únicamente se la puede ser.
Cuando eso se vive, lo que hay es “ser”, sin añadidos conceptuales; es un vivir viviendo en estado de presencia, en el reconocimiento lúcido y gozoso de que somos Eso que ni siquiera se puede nombrar.
Eso –la verdad, lo que somos- es Plenitud. Pero, ante ella, el yo queda desnudo. Como le ocurre, por otra parte, ante cualquier realidad transpersonal: la Belleza, la Bondad, el Amor, el Gozo, la Plenitud… Ninguna de ellas tiene al yo como sujeto; al contrario, se “esconden” en el momento mismo en que el yo quiere atribuírselas. Del mismo modo que cuando hay Amor, no hay nadie que ame, cuando brilla la Verdad, nadie la posee. La Verdad nos descubre que el yo era solo un pensamiento más, una realidad ilusoria.
Se advierte, así, una bella paradoja: es la propia verdad la que me hace comprender, de manera definitiva, que no sé nada. Porque, al abrirme a ella, descubro que todo lo que mi mente pudiera atrapar ya no es la verdad, sino solo una “opinión”; y que aquello que presumía “saber” no es otra cosa que creencias, meras construcciones mentales sin mayor importancia. Por eso, justo en el momento en que me abro a la verdad –siempre ilimitada-, se producen dos comprensiones tan simultáneas como paradójicas: soy la verdad y no sé nada.