El autor del cuarto evangelio pone en boca de Jesús estas palabras: “El que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,3). En un lenguaje más comprensible para nosotros –universal, no religioso- podría traducirse de este modo: “Si no desaprendes todo lo aprendido no podrás conocer quién eres”.
“Desaprender” significa soltar lo aprendido: ideas, creencias o hábitos. Porque mientras permanezcamos aferrados a todo ello, seguiremos anclados en el pasado y reducidos a la mente. Dicho con otras palabras: la adhesión a las creencias nos mantiene enjaulados en la mente –a la que hemos absolutizado- y reducidos a ella. Y dado que la mente es pasado, porque pensar es volver al pasado –guardado en la memoria- para, desde ahí, leer el presente, si nos quedamos en ella, estaremos cerrados a la vida, ignorantes de quienes realmente somos.
En síntesis, no es posible reducirse a la mente y abrirse a la verdad. Porque la mente –preciosa herramienta para manejarnos en el mundo de los objetos e incluso para desarrollar la razón crítica- es incapaz de acceder a la verdad, así como a todo aquello que no es objeto. La mente no nos dice cómo es la realidad; lo que nos ofrece es únicamente la interpretación que ella hace de lo real. No solo eso: lo único que la mente percibe es el nivel aparente o manifiesto. Por todo ello, reducirse a la mente –a las creencias, de cualquier tipo que sean- es el modo más eficaz de quedarse encerrados en el error. No hay duda: desde la mente es imposible “nacer de nuevo”.
Por su parte, la polisémica expresión “Reino de Dios” apunta a aquello que constituye nuestra verdadera identidad. De ahí que el propio Jesús afirmara que “el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). En contra de lo que la mente percibe, lo que somos no es nada que podamos nombrar ni pensar. Somos Eso que observa y no puede ser observado, el Fondo único de todo lo real, la consciencia (el ser, la vida) que se despliega en variadísimas formas. Por el contrario, lo que llamamos “yo” es solo una forma en que se expresa lo que realmente somos.
Cada tradición se ha referido a Eso que somos con expresiones diferentes: para el taoísmo, es el Tao; el hinduismo lo nombra Atman, que es uno con Brahman; el budismo habla de la “naturaleza búdica” que constituye el núcleo de todos los seres; para la filosofía griega es el Logos y, más en concreto, los estoicos se referirán a Eso como el “principio rector” (hegemonikón) (Epicteto) o como la “divinidad interior” (Marco Aurelio)… En esa misma línea, la expresión “Reino de Dios” a veces se ha traducido como “realidad crística” o, simplemente, el “Cristo” que vive en todo ser humano. Esta expresión, como todas las anteriores, son términos inadecuados que buscan apuntar a Eso –inefable- que constituye nuestra verdadera identidad.
Ahora bien, Eso que somos no puede ser alcanzado por la mente, porque no es un objeto. Por lo tanto, si queremos captarlo –“nacer de nuevo”-, tendremos que ir “más allá” de la mente, atreviéndonos a salir de la “jaula” en la que nuestros pensamientos nos habían encerrados. A esto es a lo que se refiere otro de los términos centrales del evangelio: la “conversión” o “metanoia”.
La conversión no tiene que ver, en primer lugar, con el comportamiento moral, sino con la comprensión auténtica, aquella que nos permite “ver” más allá de la razón. Ese es precisamente el significado etimológico del término metanoia: meta-noia (de nous: mente) significa, en su sentido literal, “más allá de la mente”. “Convertirse”, por tanto, equivale a ver “de otro modo”, y esto requiere soltar todas las creencias –desaprender lo aprendido- si queremos conocer y vivir lo que realmente somos –“nacer de nuevo” o nacer a nuestra verdad-.
Con todo este trasfondo es fácil comprender el rico contenido simbólico que encierra la celebración de la Navidad. Tanto si se vive solo como un “recuerdo” del pasado, como si se centra exclusivamente en la figura de Jesús, no se ha salido de la consciencia mítica. La Navidad –como, por otra parte, todo lo que sucede a cualquier persona, puesto que no hay nada separado de nada- habla de todos nosotros. Y en este caso, en concreto, de nuestro anhelo por “nacer” a lo que somos.
Y ahí descubrimos admirados y agradecidos que todo encaja, como un puzle armonioso: lo que es Jesús lo somos todos; en la tradición cristiana, lo reconocemos como un “espejo” nítido en el que todos nos vemos reflejados. No somos seres separados –el propio Maestro de Nazaret recordaba que “el Padre y yo somos uno” y que “lo que hicisteis a cada uno de estos me lo hacéis a mí”-, sino la misma Vida que, temporalmente, adopta “formas” o “disfraces” diferentes.
“Navidad” es celebrar lo que ya somos, quitando los “velos” que nos despistan o incluso hipnotizan. De ahí que podamos verla también como una invitación que conecta con nuestro Anhelo más profundo a “nacer de nuevo” o nacer conscientemente a lo que, paradójicamente, siempre hemos sido.