Cuando nos hallamos en medio del “desierto”, todo aparece marcado por la sequedad, la aridez y el sufrimiento. La mente se enreda, nuestra mirada queda atrapada en la oscuridad y llegamos a vernos dentro de un callejón sin salida. La aridez se transforma en sinsentido y vacío desesperanzado. Cualquier intento de liberación nos parece condenado al fracaso. Y así seguirá pareciendo mientras no cambiemos de perspectiva.
Porque la clave se encuentra precisamente ahí: estábamos viendo todo lo que sucedía desde el personaje del sueño. Y para él, ciertamente, no hay salida posible. Y eso es lo que se pone en evidencia en toda experiencia de desierto: el yo, en torno al que habíamos organizado nuestra existencia, se revela insustancial. Y debido a nuestra identificación con él, terminamos convencidos de que nosotros mismos somos insustanciales.
Sin embargo, existe otro nivel de realidad, más allá del aparente. Así como basta despertar por la mañana para apreciar el carácter irreal de nuestros sueños nocturnos, es suficiente con acallar el pensamiento para despertar a este otro nivel al que accedemos gracias a la atención. En él emerge ante nosotros la consciencia de ser, como el fundamento de todo lo real, que constituye nuestra identidad más profunda y, por ello, la fuente de toda confianza y seguridad.
A esa Fuente original, Jesús la llamaba “Abba” (Padre). Y de ella se dice que “resucitó a Jesús” (Hech 2,24.32…). Como él, tofos nosotros nos sentimos ya resucitados cuando nos reconocemos en aquel mismo nivel profundo en el que él vivía. Así escribe Pablo: “Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11).
Reconocernos como consciencia de ser equivale a descubrir que somos Vida, tal como el mismo Jesús había afirmado: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25). Más aún: en ese nivel profundo se aprecia que solo hay Vida, que se manifiesta y despliega permanentemente en infinitas formas.
Todo es Vida, realidad no-dual que no conoce opuesto y que abraza todo lo existente. Dentro de ella, nacimiento y muerte son únicamente formas que adopta, sin sentirse ella afectada. Descubrir que somos Vida es la esencia de lo que llamamos “despertar”.
La Vida no muere, han reconocido todas las tradiciones espirituales. En torno a esa certeza, se han elaborado diferentes “mapas”, según los diferentes ámbitos geográficos, históricos y culturales: la reencarnación, la inmortalidad del alma o la resurrección. Cada uno de ellos insiste más en algún aspecto particular, pero todos coinciden en la afirmación central: solo hay Vida.
Sin embargo, tal afirmación se nos escapará mientras sigamos viendo la vida como algo “separado” de nosotros. Somos vida aunque solo podamos verlo cuando, en lugar de pensarla, la atendamos. La mente crea dualidad (separación); la atención permite conectar con el Fondo último, que trasciende conceptos y palabras.
Al ser Vida, en la medida en que vivimos en conexión con ella, podremos acoger todo lo que se manifieste. Las circunstancias externas no van a mejorar, seguirán siendo como eran, y nos afectarán porque somos seres sintientes, pero ya no de un modo definitivo. Más aún, tendremos capacidad de re-situarnos en cuanto cualquier malestar nos haga ver que nos hemos reducido a la forma (al yo).
Desde la Vida que somos brotará también un cuidado amoroso y servicial hacia todas las formas. Porque, en el nivel aparente de lo real, sigue presente el dolor y la oscuridad. Ahora podremos acogerlos y prestar ayuda, aunque sin condenarnos a pensar que ese es el único nivel existente.
Al reconocernos como Vida, comprendemos la exactitud de la afirmación de Pema Chödrön: “Tú eres el cielo, todo lo demás es el clima”. Efectivamente, tú eres Quietud (Consciencia, Presencia) que observa el oleaje.
El desierto seguirá siendo difícil y duro, pero tú no eres solo, ni sobre todo, el pequeño yo que lo padece o se encuentra perdido en él –aunque ese yo requiera atención y cuidado de tu parte-, sino la Vida que se disfraza, tanto de ese yo particular como del propio desierto.
Cuando puede mirarse desde esta perspectiva, podrá seguir habiendo dolor, pero no se dejará de ver que lo que nos parecía un desierto amenazador es, en realidad y en lo más profundo, un precioso vergel, tal como había sabido ver Isaías cuando exclamaba: “El desierto se convertirá en vergel… Mi pueblo vivirá en albergue de paz, confiado en sus moradas, tranquilo en sus casas” (Is 32,15-18).
La “morada” o “casa” no es algo que nos espere en el futuro, sino aquella misma consciencia de ser que constituye nuestra verdadera identidad, nuestro “hogar” compartido. Y eso es ya ahora.