DECIR «DIOS» Y «SALVACIÓN» DESDE LA NO-DUALIDAD:
DESPERTAR A LA UNIDAD QUE SOMOS
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“Sea lo que sea que os imagináis, Dios es justo lo contrario”
(Dhu-l-Nun, místico sufí egipcio, siglo IX).
“Qué sea Dios, lo ignoramos…; es lo que ni tú ni yo ni ninguna criatura
ha sabido jamás antes de haberse convertido en lo que Él es”
(Angelus Silesius, místico cristiano, siglo XVII).
“Aquel que adora a Dios, pensando que Él es uno y yo otro, no sabe nada”
(Brhadāranyaka Upanishad I,4,10).
I Foro de Espiritualidad “Aletheia”
Zaragoza, 11 noviembre 2011
¿Cuál es el “Secreto” último de la realidad? La pregunta tiene que ver con el Origen, el Fundamento y el Sentido de lo Real. Se trata, por tanto, de una cuestión que nos afecta a todos de un modo radical. ¿Cómo afrontar esa cuestión desde nuestro nuevo nivel de conciencia y desde el “idioma” transreligioso que hoy empezamos a hablar?
Esquema
Introducción
1. Una cuestión de “idiomas”
2. ¿Cambio de escalón o cambio de piso?: Paradigmas, niveles de conciencia y modelos de cognición.
3. Decir “Dios”
4. Decir “Salvación”
5. Para continuar avanzando:
5.1. A vueltas con “Dios”
5.2. ¿Religión o evangelio? Jesús trasciende las religiones
5.3. Jesús, Dios y la salvación: despertar a la Unidad que somos
5.4. El camino de la espiritualidad
5.5. Convivir con respeto en la diferencia. Ego, idiomas y verdad
Introducción
De entrada, los términos “Dios” y “salvación”, antes incluso de que se discuta el contenido de los mismos, apuntan hacia el (posible) Origen, Fundamento y Sentido de lo Real: una cuestión que nos afecta a todos de un modo radical. ¿Cuál es el “Secreto” último de la realidad? ¿Cómo podemos acceder a él?
En esta aportación, quiero ofrecer una respuesta desde la perspectiva de la No-dualidad. Para ello, me ha parecido oportuno aludir a la evolución histórica que ha experimentado este tema, para que, comprendiéndola, podamos enmarcar adecuadamente la propuesta que ofrezco.
En realidad, como veremos, se trata de “perspectivas”, de “modos de acceder” a la realidad, con las herramientas de que disponemos. En cuanto usamos la mente, nos estamos moviendo dentro de un determinado “idioma cultural” que, como marco previo y con frecuencia inconsciente, condiciona nuestro propio modo de ver. No puede ser de otro modo, debido al hecho de que la mente es situada –ocupa un espacio dentro de las coordenadas espaciotemporales- y deudora de unos esquemas previos, propios de ese mismo “espacio” en el que ha aparecido.
Todo ello explica que nuestro acceso mental a la realidad no puede ser nunca inmediato, sino a través de ese marco o filtro previo, que llamamos paradigma, y que funciona como un “idioma cultural” en el que nos expresamos. Es necesario, por tanto, empezar diciendo una palabra a propósito de estos idiomas.
1. Una cuestión de “idiomas”
Parece evidente que la realidad puede ser vista desde diferentes niveles, lo cual da como resultado la acentuación de perspectivas distintas, con percepciones que, de entrada, aparecen como irreconciliables. A partir de aquí, no es extraño que se imponga con excesiva frecuencia el enfrentamiento y la descalificación, incluso en tonos crispados.
Pero, ¿y si la trampa estuviera precisamente en el mismo punto de partida, es decir, en una lectura –exclusivamente mental y, por tanto, dualista- propia del ego, que tomamos como absoluta e incuestionable?
Afirmar el valor de cada uno de los “idiomas” no significa sostener un relativismo vulgar y perezoso, que conduce al nihilismo suicida, sino reconocer, con lucidez y humildad, los límites de nuestra mente. Es precisamente este reconocimiento el que nos libra de caer en el absolutismo dogmático, no menos dañino, y del que nace la descalificación de todo lo que suene diferente al propio idioma.
El relativismo gnoseológico niega la posibilidad misma de crecer en conocimiento de la verdad; según él, los “idiomas culturales” no son sino gramáticas sin sentido que no conducen a ninguna parte.
El absolutismo dogmático, en el extremo opuesto, confunde la creencia propia con la Verdad; en la práctica, vive en la presunción arrogante de que la verdad únicamente puede expresarse en su propio “idioma”.
Queda claro que ambas actitudes nacen del ego: la primera, de un ego despechado que, al no soportar su propia incapacidad para apresar la verdad, concluye que no existe una cosa más verdadera que otra; la segunda, de un ego inflado, que necesita creerse dueño de la verdad, para alejar la inseguridad que percibe como su mayor amenaza.
En ambos casos, se trata de mecanismos de defensa, por los que el ego trata de evitar el reconocimiento de sus propios límites. Aunque es cierto que cada uno de ellos se halla más acorde con un determinado nivel de conciencia. Así, es más fácil que, en el estadio mítico, el ego sea absolutista: el rasgo característico de ese estadio es el etnocentrismo, que incluye la creencia de que la verdad es la del propio grupo o raza; el “idioma” del propio pueblo no es uno más, sino el único verdadero. Sin embargo, en un nivel “racional avanzado” –como puede darse en nuestra postmodernidad-, el ego tiende a volverse relativista: no niega la validez de ningún “idioma” –es la etapa del pluralismo-, pero a nada otorga valor.
Más allá de ambos extremos, que no son sino estratagemas (inconscientes) del ego para exorcizar lo que percibe como amenaza, emerge la relatividad, como el modo humano de conocer. En esta postura, se afirma que es posible crecer en verdad, si bien las herramientas de que disponemos son las que son: una mente limitada –que, por ser situada, únicamente puede tener “perspectivas”, y nunca podrá apresar la Verdad- y unos “idiomas” igualmente estrechos y condicionados.
Sin embargo, la aceptación de la relatividad como el modo humano de conocer requiere la capacidad de tomar distancia del propio ego. De hecho, estemos en el nivel en que estemos, cuando pretendemos “tener razón” o convencer a los otros, no hacemos sino poner de manifiesto la cortedad de nuestro propio ego y, lo que es más triste, nuestra identificación con él.
En efecto, quien busca “tener razón”, convencer, o simplemente juzgar a quien discrepa de la propia posición, lo hace desde la ignorancia egoica: o bien desconoce el otro “idioma”, o bien confunde su identidad con su propio ego. Debido a esta confusión, se verá embarcado en la tarea de demostrar que tiene razón para, de ese modo, obtener una ilusoria sensación de seguridad: el ego, que pone su seguridad en sus ideas o creencias, no puede tolerar que sean cuestionadas.
¿Qué significa todo esto? El reconocimiento de que, sin caer en el relativismo ingenuo, cada expresión puede ser verdadera dentro del “idioma” en el que se produce…, por más que suenen como “contradictorias”.
¿Cómo pueden ser verdaderas afirmaciones antagónicas? Porque, por decirlo brevemente, en este nivel en el que estamos hablando, no funciona el principio de no-contradicción. Por eso, tal como constataba en sus experimentos con partículas subatómicas, Niels Bohr tenía razón: “Lo opuesto de una verdad profunda puede ser también una verdad profunda”.
2. ¿Cambio de escalón o cambio de piso?: Paradigmas, niveles de conciencia y modelos de cognición
Si bien es cierto que cada uno de nosotros nacemos con un idioma incorporado –tanto lingüístico como cultural-, no lo es menos que, en determinadas épocas históricas, los cambios son de tal magnitud, que la distancia entre las diferentes perspectivas se incrementa hasta límites extremos.
Es eso lo que parece estar ocurriendo en el momento en que nos toca vivir, del que se ha dicho que no es una época de cambios, sino un cambio de época. En términos sencillos, significaría afirmar que no es sólo que nos hallemos en “escalones” diferentes, sino en “pisos” distintos.
Un cambio de paradigma puede compararse, sencillamente, a un cambio de escalón: las cosas se ven desde lugares diferentes, pero no demasiado alejados entre sí. No se ve la realidad del mismo modo desde la premodernidad, la modernidad o la postmodernidad.
Pero cuando el cambio no es únicamente de escalón, sino de piso, las diferencias en el modo de percibir la realidad se acentúan notablemente. En este sentido, es adecuado afirmar que nos hallamos en un “cambio de época” porque se está modificando, no sólo un paradigma, sino el nivel de conciencia y el modelo de cognición.
No hemos “saltado” sólo de la modernidad a la postmodernidad, sino que da la impresión de que nos hallamos preparados para saltar del nivel racional de conciencia –el nivel del ego- al transpersonal; y del modelo de cognición dual (mental, egoico, cartesiano) a otro no-dual.
La magnitud del cambio puede intuirse a partir de una comparación. No sólo nos han cambiado las gafas (paradigma) a través de las cuales veíamos la realidad; nos han modificado también los ojos (nivel de conciencia) y el cerebro (modelo de cognición). ¿Cómo extrañarnos de que, con tal cambio del perceptor, no se altere sustancialmente nuestra visión de lo percibido?
Con todo, sigue tratándose de una cuestión de “idiomas”, aunque ahora no sea el momento de analizar en detalle ese triple nivel del cambio. Lo que haremos será sencillamente ver cómo se puede decir “Dios” y “salvación” en este nuevo idioma al que estamos accediendo: el idioma de la no-dualidad.
3. Decir “Dios”
En el mismo momento en que estoy escribiendo estas líneas, leo en Internet que un arzobispo ha dicho en una conferencia pública que “estamos sufriendo un intento de expulsión de Dios… Se trata a Dios como un indeseado, un intruso o un rival”.
Está claro que el arzobispo habla un “idioma” determinado, como cualquier persona. Está en su pleno derecho, y lo que dice es cierto, dentro de ese mismo idioma. Sin embargo, me parece que tal afirmación –aparte de olvidar los factores históricos de diverso tipo que se hallan en origen de la situación actual- da por supuesto que sepamos quién es “Dios”…, identificándolo con la idea que la autoridad religiosa tiene de él. ¿De qué Dios hablamos? ¿Cómo se dice “Dios” en los diferentes “idiomas”?[1]
Por decirlo brevemente, cada uno de los paradigmas más recientes ha acentuado algunos aspectos, que han terminado caracterizándolo. La premodernidad se apoyaba en la idea de la heteronomía y del intervencionismo divino; la modernidad, en la autonomía y la racionalidad, como rasgos básicos del yo individual ahora exaltado; la postmodernidad, en la deconstrucción del yo y la interrelación de todo.
Sobre esas bases, parece claro que el modo de decir “Dios” ha experimentado una evolución, a lo largo de esas tres fases: en la primera, Dios es “El que hace”, en lógica coherencia con aquella cosmovisión tripartita de espacios separados (cielo, tierra, abismo); en la segunda, Dios es “El que hace ser”, en coherencia ahora con la recién conquistada autonomía de lo real, y del ser humano en particular; en la tercera, por fin, Dios es “El que es”, el Misterio mismo de esa interrelación en la que nada queda fuera.
Ha tenido lugar, de ese modo, el paso de la religión mítica –basada en las creencias y apoyada en la idea de un Dios separado e intervencionista- a la religión personalista –que ha integrado la racionalidad y la autonomía-, y de ésta a la espiritualidad transreligiosa, caracterizada por la No-dualidad.
Nombrar a Dios como “El que es” significa renunciar a pensarlo y, en su lugar, caer rendidos en asombro, admiración, gratitud… y gozo de la no-separación, reconociendo los límites insalvables de la mente ante el Misterio ilimitado.
Este modo de nombrarlo se aproxima –hasta donde la mente puede hacerlo- al modelo no-dual de conocer. Característica de este modelo es la interrelación de todo lo que es, sin que pueda concebirse nada separado de nada. Porque, por más que nuestra mente tenga que separar y dividir –es su único modo de funcionar-, hay algo que no se puede negar: todo lo que es, es; todo lo que es, participa del Ser inobjetivable, de un modo no-dual. No se niegan las diferencias evidentes, pero se afirma la Unidad que subyace a todas ellas, entretejiéndolas en un mosaico sin costuras, donde el Todo se manifiesta en cada parte.
Desde la perspectiva no-dual, parece que éste sea un modelo menos inadecuado para referirse al Misterio, por cuanto sabemos bien lo que no puede ser: Dios no puede ser pensado, no puede ser objetivado, no puede ser un “Individuo separado”… Por eso, decir “Dios”, desde la no-dualidad, no es hablar de un Ser separado, del que la gente se aleja o a quien la gente quiera expulsar de su vida. Decir Dios es hablar de uno mismo, de los otros y de todo lo que es… en su dimensión más profunda.
La No-dualidad trasciende los conceptos de heteronomía y autonomía, como trasciende cualquier otro concepto, al situarse en el “no-lugar” del Silencio, donde se experimenta, sencilla y aquietadamente, de un modo inmediato, el Misterio de Lo que es. Detenida la mente, queda Quietud, Nada; una Nada, a la que nada le falta: “Pero nunca nada, la nada”, como le gustaba decir a María Zambrano.
En un modelo mental, Dios aparece como un ser separado, una especie de Individuo, adornado de atributos excelsos y únicos. No puede ser de otro modo, ya que pensar equivale a “separar”. Podrá ser visto como un gran Mago, como un ser intervencionista, como un “Tú” personalizado, con rasgos más o menos amorosos…, pero siempre separado.
Parece claro, y lo indicaremos expresamente en la conclusión, que esta forma de nombrar a Dios es legítima y válida, dentro de los parámetros propios del modelo en que la persona se encuentra. Si bien, el modelo no-dual, al tomar distancia del otro modelo mental, nos hace caer en la cuenta de que el Misterio, Dios, nunca podrá ser entendido como algo “al lado de” todo lo real.
Lo expresaba bien el filósofo, teólogo y cardenal Nicolás de Cusa, en el siglo XV: “Dios no es otro de nada. Dios, en tanto que no-otro, no es otro respecto a la criatura. Nada es otro para el no-otro… Dios es todo en todas las cosas, aunque no sea ninguna de ellas”.
Por eso decía que, al menos para quien habla el idioma no-dual, parece más ajustado referirse a Dios como la Mismidad de todo lo que es, sin ningún tipo de distancia ni separación. El Misterio que palpita en todo y en todo se manifiesta[2].
4. Decir “Salvación”
Hablar de salvación, más allá de la forma que se adopte en cada uno de los “idiomas culturales” que utilicemos, es hablar de plenitud y armonía. Pero, de nuevo, esa realidad es nombrada de modo diferente según el paradigma y el modelo de conocer en el que estemos situados.
En el modelo mental –cuya característica básica es, como hemos dicho, la separación y el dualismo-, la salvación se veía como algo realizado “desde fuera”. Tal visión mítica –la que todavía se repite en el catecismo- estaba en concordancia con aquellos aspectos típicos del modelo mental: la heteronomía, la separación y el intervencionismo.
En ese “idioma”, que ha prevalecido incluso en forma extrema durante más de mil años, se ha explicado la vida y la cruz de Jesús, con consecuencias que nos son bien conocidas.
En el nuevo modelo, puede afirmarse que “salvación” y “no-dualidad” coinciden. La salvación no es algo que haya que esperar en un futuro más o menos lejano: ésa es sólo una idea mental y la visión propia del yo que proyecta al futuro la “solución” de su carencia.
La salvación ya está aquí. Sólo hace falta caer en la cuenta. ¿De qué? De nuestra identidad más profunda y de la no-separación con todo. Ambos “descubrimientos” ocurren simultáneamente cuando acallamos la mente y venimos a la Presencia. Aquí y ahora, detenido el pensamiento, ¿qué queda? Presencia, Quietud…, Salvación. Ahí se nos hace patente que esa Quietud constituye nuestra identidad, y que esta identidad es “compartida”. Más allá de nuestras diferencias, abrazándolas a un nivel más profundo, somos la Presencia ilimitada, en una Unidad no-dual, donde nos reconocemos como no-dos con Lo que es. Tenía razón el místico Rumi cuando afirmaba: “El peregrinaje al lugar de los sabios consiste en encontrar cómo escapar de la llama de la separación”.
La salvación es ahora. Sólo que, para percibirla, nuestra identificación con la mente constituye un obstáculo insalvable. La No-dualidad requiere transcender la mente y adentrarse en la Nada de la Plenitud. Como dijera el Maestro Eckhart: “No tener nada, es tenerlo todo”.
5. Para continuar avanzando
5.1. A vueltas con “Dios”
Me parece que podemos estar de acuerdo en que la mente no es una “herramienta” adecuada para captar a Dios. En todo caso, la razón crítica podrá ayudarnos a descubrir “lo que no” puede ser. Y haremos bien en no renunciar a ella, si no queremos caer en los peligros de la irracionalidad (también o, sobre todo, la religiosa).
La mente no es herramienta adecuada porque únicamente puede operar en el mundo de los objetos. Por eso, cuando pensamos a Dios, no podemos sino referirnos a un “dios objetivado”, es decir, a un ídolo, proyectado por nuestra propia mente.
Los místicos vieron esto con tal claridad que les llevó a usar dos términos diferentes: Deus y Deitas, Dios y Deidad (o Divinidad). Así aparece nítidamente en el Maestro Eckhart y, antes que él, en algunas místicas medievales (beguinas).
Con el término “Dios” se referían al “Dios pensado”, al que nuestra mente tiene acceso. Con el de “Divinidad” o “Deidad” aludían a la inefabilidad del Misterio que trasciende infinitamente la razón.
La falta de una genuina experiencia mística conduce a uno de estos dos extremos, tan ciegos como peligrosos. En un caso, (aunque sea de un modo inconsciente e inadvertido) se reduce a Dios a nuestras ideas o creencias sobre él: se produce una “apropiación” de Dios, abriéndose el camino al fanatismo y al fundamentalismo. En el otro, se niega la dimensión espiritual –el Misterio mismo-, sobre la base de que la mente no lo puede detectar, con el consiguiente empobrecimiento de lo humano, que se ve amputado en una dimensión fundamental de su ser.
Para acceder a la experiencia mística, necesitamos acallar la mente y silenciar el pensamiento. Al hacerlo, se descorre el “velo” que oculta el Misterio; todo cesa, y emerge la Quietud, Presencia o Mismidad de todo lo que es, la “Divinidad” a la que apuntaban los místicos. Es el camino que propone Ken Wilber cuando escribe: “Experimente la simple sensación de Ser… La omnipresente conciencia Divina plenamente iluminada no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar”. Porque es lo que siempre está aquí. ¡Para la mente!…, y cae en la cuenta de lo que brilla aquí, ahora mismo, sin necesidad de nombre ni definición. Aquello que es, dentro de lo cual naces, en lo que vives, aquello en lo que morirás… Eso de lo que no estás –ni puedes estar- separado.
Es legítimo y beneficioso que la persona pueda dirigirse a “Dios” como objeto de referencia de su amor y de su vida. Pero me parece que deberá hacerlo con una cautela y, deseablemente, con un estímulo.
La cautela no es otra que la de no creer que el “Dios” al que se dirige agota la “Deidad”, del mismo modo que su creencia (mental) no se identifica con la verdad (el Misterio de lo que es), sino que se trata sólo de un “mapa” que apunta al Territorio inefable. El creyente haría bien en no olvidar que el “Dios” al que se dirige es, en gran medida, proyección de él mismo: si indagamos con rigor y honestidad, veremos que, aun con la mejor intención, creamos a “Dios” a nuestra propia imagen, es decir, a imagen de nuestras aspiraciones, deseos, expectativas, necesidades, miedos, normas, obligaciones… e incluso superego; todo ello condicionado por la cultura, el entorno social, la propia historia psicobiográfica…
El estímulo reviste la forma de dinamismo que alienta desde dentro de cada ser humano, anhelando la experiencia directa –sin velos ni costuras- de la Divinidad que nos sostiene y constituye. Es bueno recordar que esta experiencia no queda reservada a unos pocos “elegidos”: en realidad, es lo que ya somos todos. Sólo nos hace falta caer en la cuenta, descorrer el velo de la razón, dejar de contarnos “historias mentales” y mantenernos en la Quietud o “espacio consciente”, en el que todo se nos revela.
5.2. ¿Religión o evangelio? Jesús trasciende las religiones
Parece innegable que el mayor objeto de las críticas de Jesús fue la religión y la autoridad religiosa, la cual, a su vez, fue alimentando una hostilidad creciente hacia el maestro de Nazaret y no cejó hasta acabar con su vida[3]. Este primer dato debería hacer reflexionar a quienes nos llamamos cristianos y ponernos sobre aviso: no es lo mismo ser “religioso” que ser “cristiano”. Más aún, no sería nada extraño que ambas definiciones entraran en conflicto.
Jesús critica la religión por dos motivos, que se dan la mano: porque desfigura del rostro de Dios y porque condena o aplasta a las personas. El habla, por el contrario, de un Dios que es Amor gratuito hacia todos, empezando por los últimos. Frente a una religión autoritaria, que parece haber domesticado a Dios y que se erige en juez de las conciencias, el maestro de Nazaret proclama con fuerza: “Dios ama a los ingratos y a los malos” (Lucas 6,35), y “no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre” (Marcos 2,27).
Indudablemente, el evangelio nació en conflicto con la religión. Sin embargo, con el paso del tiempo, vendría a producirse un fenómeno llamativo, en el que los cristianos parece que no hemos reparado suficientemente: la novedad y el frescor subversivos del evangelio quedarían, en cierto modo, ocultos o disimulados bajo la religión que nació de él. Así, el evangelio sería sustituido por el catecismo religioso, y la originalidad de Jesús quedaría maniatada por los conceptos religiosos. Probablemente, porque a la mayoría de las personas les resulta más “cómoda” y segura la religión que el evangelio. De un modo particular a la autoridad religiosa, a quien la religión otorga automáticamente un estatus de poder sagrado, mientras que el evangelio le quita cualquier soporte que no sea el del servicio y el “último lugar” (Marcos 10,42-44).
El deslizamiento del que vengo hablando no fue menor. Y estuvo largamente alimentado por un hecho decisivo: durante siglos, la gran mayoría de los cristianos no tuvo acceso al texto del evangelio (en tiempos de Santa Teresa de Jesús, la Inquisición quemaba ejemplares de la Biblia en hogueras públicas). Su formación religiosa provenía directamente del “catecismo oficial”, a través de la familia, de las devociones populares y de las prácticas litúrgicas. Incluso más recientemente, cuando la Biblia empezó a ser accesible al pueblo, antes de acercarse a ella, los fieles habían recibido ya la “doctrina”, tal como la proponía el catecismo.
Cuando alguien se acerca al evangelio después de tal adoctrinamiento, es prácticamente imposible leerlo limpiamente, porque la enseñanza recibida hace de filtro que, inadvertida pero eficazmente, condiciona la lectura.
Pongamos sólo un ejemplo, aunque parezca anecdótico. De niño, estudié en el catecismo que “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”. Me lo creí completamente, porque me lo decía el sacerdote en nombre de Dios… y porque parecía que era lo “justo” (mis padres y mis maestros pensaban lo mismo: premiar al bueno y castigar al malo). Me costó tiempo darme cuenta de que Jesús había dicho justamente lo contrario: “Dios ama a los ingratos y a los malos” (Lucas 6,35).
De todo lo dicho puede extraerse una consecuencia, que es corroborada en cuando hacemos una lectura limpia del mensaje de Jesús: la religión y el evangelio se descolocan mutuamente con mucha facilidad: la primera oscurece al segundo, y éste desnuda a aquélla. Porque mientras la religión prioriza los conceptos –creencias, normas, ritos-, el evangelio otorga toda la primacía a la práctica, en forma de amor a la persona necesitada. No estoy haciendo, evidentemente, un juicio de las personas religiosa, que pueden vivir el amor hasta la entrega más radical, sino al concepto mismo de religión, que viene definida por la adhesión mental a un conjunto de creencias.
No resulta difícil de entender que, dentro del propio cristianismo, pueda haber personas muy “religiosas” y no “cristianas”. Y ni siquiera por mala fe: han sido demasiados siglos recibiendo una formación rígidamente “religiosa”, con un –aunque inconsciente- escandaloso “silencio” del evangelio.
Todo esto no significa abolir la religión, pero es una llamada a la lucidez, para que aquélla se “subordine” al evangelio[4]. Y para evitar consecuencias sumamente paradójicas: a quienes han sido formados en un catecismo “estricto”, el evangelio tiene que sonarles herético (como le sonaba a la autoridad religiosa judía que, en nombre de la religión, condenó a Jesús).
En cualquier caso, lo que parece fuera de duda es que, ante Jesús, todos se sienten sorprendidos, y más que nadie, las personas religiosas. El Dios de Jesús no es el dios del que hablaban las religiones, sino “un Dios diferente” (Christian Duquoc), justo “lo opuesto a todo lo que el hombre religioso espera de Dios” (Dietrich Bonhoeffer).
Una de las “novedades” de la propuesta de Jesús –que las religiones no podrán aceptar- es que existe un camino para llegar a Dios que no pasa por el templo.
En el cuarto evangelio se afirma de un modo explícito. Ante la pregunta de la mujer samaritana sobre el lugar donde dar culto, Jesús responde: “Ni en este monte ni en Jerusalén… Llega la hora, y la estamos viviendo, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4,21-23).
En los sinópticos se dice lo mismo, de una forma igualmente tajante, a partir de parábolas, como la del samaritano o la del “juicio universal”.
En la primera (Lucas 10,30-37), quien hace lo que Dios quiere no son los “hombres religiosos” –sacerdote y levita-, sino el hereje, considerado pecador por la propia religión.
En la otra, queda todavía más claro que el único criterio que mide la actitud adecuada es el bien hecho a la persona en necesidad. Ante esta declaración, todos se sienten sorprendidos: ni unos ni unos habían percibido que Jesús vive en cada ser humano, no-separado de ninguno de ellos.
Y sin embargo, a otro nivel, esto es algo que habíamos intuido desde siempre. Como decía un amigo mío no creyente: “De este mundo sólo te llevarás el bien que hayas hecho. Si las religiones sólo predicaran esto, sería suficiente”. ¿No es eso mismo lo que enseñaba Jesús?
La religión habla de un Dios separado, al que supuestamente se puede amar aunque no se ame a las personas, a la vez que “separa” a las personas que no comparten la propia creencia.
Jesús trasciende definitivamente la religión. Por eso, en su propuesta podemos encontrarnos todos, seamos religiosos o no. El pone palabras a lo que dice el corazón humano.
5.3. Jesús, Dios y la salvación: despertar a la Unidad que somos
Jesús es el hombre que “vio”. Seguirlo a él no significa entrar en una “nueva religión”, sino despertar a la Unidad que somos. El vivió esa Unidad: con el Padre/“Abba” (“El Padre y yo somos uno”: Jn 10,30; “quien me ve a mí, ve al Padre”: Jn 14,9) y con las personas (“lo que hicisteis con uno de mis hermanos, conmigo lo hicisteis”: Mt 25,40). Y él era consciente de su identidad atemporal (“Antes de que Abraham naciese, Yo soy”: Jn 8,58).
Por eso, lo que vemos en Jesús es un “espejo” de lo que somos todos, en la no-dualidad. En ésta, no caben comparaciones ni exclusiones.
Desde el modelo mental, del que venimos –en la teología y en la piedad cristiana-, la pregunta sobre si Jesús es diferente o no de nosotros, es comprensible. Si Dios es un Ser separado, y Jesús es el Hijo único de Dios, entre él y nosotros se subraya una diferencia cualitativa e insalvable. Por decirlo brevemente, él es Dios y nosotros no lo somos.
Sin embargo, en cuanto dejamos ese modelo (mental) y descubrimos que Dios no es un “individuo” frente a su creación, la pregunta desaparece. Su única “sustancia” radicaba en la creencia de que la “divinidad” era una realidad separada de la “humanidad”, dentro de aquel esquema fragmentador.
Jesús y nosotros, con toda la realidad y con el Misterio que la constituye, nos descubrimos en una Identidad compartida, sin separación ni costura. Lo Que Es, que se ha manifestado con una belleza y nitidez especial en Jesús, como en otros hombres y mujeres, es la “naturaleza última” de todos nosotros, de todos los seres.
Los cristianos lo reconocemos como nuestra referencia “definitiva” porque, en su palabra y en su vida, nos sentimos “leídos” desde dentro. Pero eso no nos lleva a entrar en el juego egoico de las comparaciones… ¿Tendría sentido que una ola rivalizara con otra, sobre la base de poseer una “cualidad” superior y única? Lo único que eso denotaría sería ceguera y cortedad de miras.
5.4. El camino de la espiritualidad
Parece claro que la comprensión y vivencia de la religión y de la espiritualidad han de ser también deudoras del “idioma cultural” o paradigma en el que nos hallemos. Así, al que hemos designado como “idioma mítico”, corresponderá una religión mítica; al “racional”, una religión personalista; al “no-dual”, una espiritualidad que, sin rechazarlas, integra y trasciende las creencias o, directamente, se sitúa más allá de ellas.
Es precisamente desde este nuevo idioma desde donde podemos percibir con más claridad la diferencia entre “religión” y “espiritualidad”, que nos hace caer en la cuenta de que no tienen por qué estar enfrentadas, pero tampoco identificadas.
Para entender esa relación se suele usar la imagen del vaso y el vino; puede hablarse también de “mapa” y “territorio”. Nadie descarta ningún mapa, por diferente que sea del propio, pero lo que realmente todos buscamos es el Territorio que, consciente o inconscientemente, anhelamos. Y en el que, finalmente, todos podemos encontrarnos.
Por eso, me gustaría empezar hablando de la espiritualidad con palabras de un filósofo contemporáneo, que se declara ateo. “La espiritualidad –escribe André Comte-Sponville- es nuestra relación finita con el infinito o la inmensidad, nuestra experiencia temporal de la eternidad, nuestro acceso relativo al absoluto… Es el aspecto más noble del ser humano”[5].
Hablar de espiritualidad es hablar de interioridad frente a banalidad; de profundidad, frente a superficialidad y vacío; de transpersonalidad, frente a egocentración; de no-dualidad, frente a separación dualista…
La espiritualidad –mal que le pese a una visión materialista, tan empobrecedora de lo humano como ciega a la realidad- constituye una dimensión humana tan básica y fundamental como la corporeidad, la afectividad o la sociabilidad. Por lo que su olvido supone una amputación grave de la persona.
Todo esto me lleva a concluir que, superados absolutismos anteriores, nacidos tanto de las religiones dogmáticas como del materialismo reductor de lo humano, nos encontramos ante un desafío decisivo, del que dependerá nuestro futuro humano. Me refiero a la necesidad de cuidar y potenciar la dimensión espiritual de la persona, desde el mismo proceso educativo de los niños. Con otras palabras, me parece inaplazable el desarrollo de la llamada “inteligencia espiritual”.
Por “inteligencia espiritual”, entendemos la capacidad de reconocer, nombrar y dar respuesta a las necesidades espirituales; la capacidad de trascender la mente y el yo: somos más que la mente; la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos; la capacidad de percibir la dimensión profunda de lo real; la capacidad de percibir y vivir la Unidad (No-dualidad) que somos.
Lo que se halla en juego, con este cuidado, es nada menos que favorecer la comprensión y la vivencia de lo que realmente somos, saliendo de la ignorancia, la confusión y el sufrimiento, que nacen a partir de nuestra identificación con la mente y el yo[6].
5.5. Convivir con respeto en la diferencia. Ego, idiomas y verdad
Decía al principio que, sin caer en el relativismo vulgar, cada expresión puede ser verdadera dentro del “idioma” en el que se produce…, por más que suenen como “contradictorias”.
Pongamos un ejemplo, tomando una afirmación del Credo, que tiene que ver con el tema de la salvación, tal como se formuló en él. Ahí se afirma que Jesús fue crucificado “por nuestra causa”: muerto por nuestros pecados, gracias a su cruz hemos sido redimidos.
Veamos cómo suena esta afirmación en tres “idiomas” distintos. En uno “mítico”, la expresión se toma en su literalidad y se concluye que, literalmente, hemos sido salvados por la sangre de Jesús. En otro “racional”, se afirma que la salvación es fruto, no de la sangre, el dolor o la cruz –que fue consecuencia de una decisión inhumana por parte del poder político y religioso-, sino del amor de Dios manifestado en Jesús. En otro “no-dual”, finalmente, se dice que estamos y siempre hemos estados “salvados”, aunque muchas veces lo ignoremos, y que Jesús no es sino alguien que “ha visto”, nos lo ha mostrado, y por eso constituye el “espejo” en quien nos vemos reflejados, en una identidad compartida no-dual.
Es evidente que cada una de estas afirmaciones podría ser descalificada por quien hablara un “idioma” diferente. De hecho, y por desgracia, tenemos pruebas de ello constantemente. Lo más habitual sigue siendo aún que se juzgue, se condene y se descalifique a quien se expresa en un “idioma” distinto. Como experimento práctico, bastaría exponer cualquiera de esas tres afirmaciones en un ambiente determinado, para que se activaran todos los demonios inquisitoriales que cada cual llevamos dentro. Variarían probablemente los calificativos empleados –desde un ángulo, se bramaría contra la “herejía”; desde otro, contra la “ignorancia” o el “fundamentalismo trasnochado”-, pero en ambos se estaría actuando desde el ego. Esto explica que, más allá de las posturas que se defienden, el mecanismo que se pone en marcha es idéntico: cambian los discursos, pero quien habla en ambos lados es siempre el ego. Y lo podemos reconocer por las características de sus reacciones: necesidad de “tener razón”, de imponerse, de convencer; fanatismo, de quien toma como verdad la propia postura; proselitismo, porque la diferencia se ve como amenaza…
Necesitamos superar esta trampa y ser capaces de reconocer que, aunque suenen contradictorias, cada una de las expresiones es verdadera en su idioma. Por volver al ejemplo usado más arriba, las tres afirmaciones son ciertas: “Jesús murió por nuestros pecados y nos salvó la cruz”; “no nos ha salvado la cruz, sino el amor”; “estamos y siempre hemos estado salvados”. Se requiere, sencillamente, contextualizar cada una de ellas en el “idioma” de la persona que la pronuncia. Sólo a partir de este respeto radical, será posible una convivencia constructiva y un diálogo enriquecedor.
En el mismo, aun aceptando que no podremos entendernos ni compartir los contenidos específicos más deudores del “idioma” de cada cual, encontraremos probablemente puntos de contacto, en lo que tiene que ver con valores básicos, como la dignidad de la persona, la protección de la vida, el cuidado de todos los seres, la vivencia de la bondad y de la solidaridad…
Dicho esto, me parece importante insistir en que todos los “idiomas” son legítimos, por lo que carece de sentido –aparte de ser una muestra de arrogancia- tanto el pretender compararlos, como el intentar convertir al propio a todos los que hablan otro diferente… ¿“Quién” tiene necesidad de todo ello?
En la medida en que podemos tomar distancia del ego, podremos incluso descubrir que todo es una cuestión de “traducción”. Personalmente, no descalificaré a quien dice que “Jesús murió en la cruz por nuestros pecados y que nos salvó su sangre”; sé bien que está diciendo algo que, en su propio idioma, es también verdadero. La realidad puede ser vista, entendida y expresada desde niveles diferentes.
Para concluir, y de cara a aprender la actitud constructiva, quizás sea bueno recordar que el místico –la persona que vive en la no-dualidad- no descalifica a nadie. Por un lado, porque es alguien desapegado de su ego –donde no hay ego, no hay descalificación del otro-; por otro, porque la experiencia mística o no-dual se caracteriza por la inclusividad. No-dualidad es Abrazo, sabe ver la verdad de cada “idioma” y respeta y valora las diferencias, porque en todas ellas reconoce el Misterio de lo Real manifestándose.
Por decirlo de un modo más simple: la genuina espiritualidad –llámese experiencia mística o no-dual- trasciende todos los “idiomas”, porque ha trascendido la mente (el ego). No porque haya producido una regresión a la irracionalidad o porque reniegue de la razón, sino justo al revés, porque, integrándola, la ha superado. Por ello mismo, en la no-dualidad no hay imposición, ni necesidad de defenderse, ni estrechez de miras…
Por eso, desde la verdad limitada del “idioma” que hablo, quiero terminar con una invitación a abrirnos a nuestra identidad más amplia, que incluye la mente y el ego, pero que va más allá de ellos: hay vida después de la mente.
En esta nueva visión, venimos a reconocer que somos células de un mismo organismo, en el que cada una tiene su función. ¿Qué sentido tiene luchar unas contra otras? Más aún cuando caemos en la cuenta de que nuestra identidad última no es la “célula” individual que pensamos ser, sino el “organismo” completo que a todas abraza.
Como he repetido insistentemente, la verdad no puede ser apresada por nuestra mente. Sin embargo, tal como ha recogido Marià Corbí, en un precioso texto, contiene rasgos que nos permiten reconocerla. El texto al que me refiero, y con el que quiero terminar, dice así:
“La verdad que condena no es verdad.
La verdad sólo libera.
La verdad que somete no es verdad.
La verdad sólo desata las cadenas.
La verdad que excluye no es verdad.
La verdad sólo reúne.
La verdad que se pone por encima no es verdad.
La verdad sólo sirve.
La verdad que desconoce la verdad de otros no es verdad.
La verdad es sólo reconocimiento.
La verdad que no mira a los ojos a otras verdades no es verdad.
La verdad es sólo acogimiento sin temor.
La verdad que engendra dureza no es verdad.
La verdad es sólo amabilidad y ternura.
La verdad que desune no es verdad.
La verdad sólo unifica.
La verdad que se liga a fórmulas, por escuetas que sean, no es verdad.
La verdad es sólo libre de formas.
Si la verdad se liga a fórmulas,
tiene que condenar, excluir, desunir,
tiene que ponerse por encima,
dar por falsas otras verdades.
La verdad reside en formas, pero no se liga a ellas.
Por eso, en las nuevas sociedades globales, la espiritualidad no puede pasar por creencias que se proclaman exclusivas poseedoras de la verdad”[7].
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NOTAS
[1] Para un desarrollo amplio de toda esta cuestión, E. MARTÍNEZ LOZANO, ¿Qué Dios y qué salvación? Claves para entender el cambio religioso, Desclée de Brouwer, Bilbao 22009.
[2] He realizado un intento de “traducción” del Credo a este nuevo “idioma” en E. MARTÍNEZ LOZANO, ¿Qué decimos cuando decimos el Credo? Una lectura no-dual, Desclée de Brouwer, Bilbao 2012.
[3] E. MARTÍNEZ LOZANO, Recuperar a Jesús. Una mirada transpersonal, Desclée de Brouwer, Bilbao 32011, pp.26-30.
[4] Cuando esto no se tiene en cuenta, puede ocurrir que el catecismo aprendido se convierta en juez del evangelio; creo honestamente que éste fue el (uno de los) motivo(s) por el que se condenó el libro de J. A. Pagola. Más detalles en “Jesús y la Inquisición. Carta abierta a José Antonio Pagola”, en: www.enriquemartinezlozano.com/carta_pagola.htm
[5] A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006, p.210 y 143.
[6] E. MARTÍNEZ LOZANO, Plenitud de vida. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, de próxima aparición, en PPC, Madrid.
[7] M. CORBÍ, Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses, Herder, Barcelona 2007, pp. 321-322.