SE HA CUMPLIDO UN AÑO…

Y, al recordarlo, todavía me estremezco. ¡Cuánto te he echado de menos, Anusky! Aún hoy, me da un vuelco el corazón cada vez que veo pasar a una mujer en bicicleta. ¡Cuánta añoranza y cuánta tristeza! Pero, al mismo tiempo, te he sentido tan presente y tan activa, que he podido vivirme como un cauce por el que tú actuabas. ¡Cuánto descanso y cuánta gratitud! Esta paradoja, siempre la paradoja, ha coloreado todo el año.

Aun en medio del dolor por el vacío de tu ausencia física, cuando en este aniversario giro la mirada hacia atrás, me sorprenden dos términos con los que en mí se define el año transcurrido: sorpresa y generosidad. Ha sido este un año sorprendente y “generoso”.

Un año sorprendente. Desde el primer día, en la madrugada de aquel inenarrable 16 de agosto, aun en medio de un desgarro cruel, he vivido –y sigo viviendo- una interminable e impagable sorpresa. No salgo de mi asombro por el modo como se me ha regalado sentir tu presencia y tu acción en mí. Aun queriendo racionalizar lo que me ocurría (ocurre), tu presencia volvía (vuelve) a sorprenderme de una manera que me hacía (hace) imposible dudar. Y sigo todavía, si cabe, más sorprendido porque ese modo de sentirte, no solo no se atenúa con el paso del tiempo, sino que se intensifica: en esta última etapa, no es solo un sentimiento, sino una sensación corporal. ¡Te siento en mi cuerpo… y siento que somos uno! La sensación empieza en las manos y los brazos para ir tomando enseguida todo el cuerpo, dejando un fondo de paz y de gozo.

La muerte, en contra de lo que mi razón hubiera imaginado, no ha impedido que te siga sintiendo íntimamente amorosa y eficazmente cuidadora. En todo momento te he sentido y sigo sintiendo conmigo. Inimaginable para mi mente, una evidencia para mí.

También ha sido un año “generoso”. Como generosa eras tú. Generoso en todo tipo de vivencias: por un lado, me han visitado, de manera desbordante, el dolor de la separación física, el desgarro, la soledad, el vacío, la angustia en ocasiones, el sinsentido, el llanto… Todo ello vivido hasta el extremo, sin ahorrar su crudeza ni evitar su rigor.

Sin embargo, junto con eso, ha sido un año generoso también en experiencia, aportaciones, inspiraciones, comprensión, profundidad… Tan generoso, que brota en mí, espontáneo, un hondo, amplio, colmado y desbordante sentimiento de gratitud: por todo lo que se ha regalado y, de fondo, siempre, por ti. Mila, mila esker.

Tengo la sensación profunda de que, desde hace un año, todo lo que hago y todo lo que escribo “pasa” a través de mí, pero que realmente nace de ti. Percibo tu luz, tu fuerza, tu empuje, tu bondad, tu ayuda sabia y constante. Tú haces, yo me dejo hacer: ¿cómo no habría de estar descansado?

En estos días me he detenido a acoger y agradecer lo que me has ido enseñando a lo largo de este año. Al volver sobre ello, noto que crece mi espacio interior y se expande la sensación de descanso, a la vez que una corriente de energía -tu presencia sentida- recorre mi cuerpo. Y me parece escucharte, invitándome a que comparta lo aprendido.

De lo aprendido, hay dos vivencias que toman un relieve destacado:

La primera es la comprensión experiencial de que la muerte, tal como se suele entender, es un mito. Porque no es el final de nada. No corta la relación, la comunicación ni el amor. Sospecho que es solo la propia cerrazón, voluntaria o no, consciente o inconsciente -la idea, asumida acríticamente, de que todo se ha acabado-, la que impide seguir percibiendo y viviendo la comunicación y el amor con quien ha partido.

Por mi parte, al hacer balance de este primer año, agradezco el regalo de vivir la comunicación con Ana a diario: cada día, me dejo sentir mi amor hacia ella, así como el de ella hacia mí, en una corriente constante, que se traduce en serenidad, fortaleza, gozo, aceptación y entrega.

Hago silencio y percibo cómo su amor va ocupando espacio en mí y despertando el mío hacia ella. En el silencio de la mente, más allá de las formas, más allá de los pensamientos y de las expectativas, donde todo es, ahí somos; ahí nos seguimos encontrando.

Es un amor tan vivo como antes de su partida y sigue acrecentándose a medida que pasan los días. Ciertamente, la muerte no acaba con nada de eso. O dicho en positivo: el amor es más fuerte que la muerte. Lo que realmente somos, no muere.

Ayer mismo fui a poner unas flores en el lugar del accidente. Se reavivó el dolor de la separación, brotó el llanto, pero aun así, en el silencio interior en medio del incesante ruido del tráfico, me salió al encuentro con un doble “guiño”: por un lado, la sensación viva de que somos uno, percibida en mi cuerpo de manera tan novedosa como evidente e innegable; por otro, la intuición de que diverso material que, por diferentes vías, me ha llegado en estos días en forma de libros que abordan una misma temática -no es una casualidad ni una coincidencia, sino una elocuente sincronicidad- constituye un nuevo regalo de ella para seguir trabajándome -Ana conoce bien lo que necesito- y para, más tarde, ofrecerlo a otros, que puedan igualmente beneficiarse. ¡Siempre la Ana pedagoga! Su presencia está siendo, para mí, una constante fuente de luz. Me entrego a ella… y me dejo conducir.

Y esta es la segunda vivencia que me destaca al volver la mirada hacia este año cumplido: la presencia de Ana, como fuente de serenidad, de fortaleza, de inspiración e incluso de alegría; el mero recuerdo de su sonrisa, grabada en mi interior, ilumina mi rostro. Es algo que se me ha regalado experimentar en infinidad de ocasiones a lo largo de este año: en algunas, haciéndome sentir un “vuelco” interno que transformaba en un instante mi estado de ánimo; en otras, con la misma nitidez, de un modo más callado, pero no menos grabado en mi cuerpo.

Esto encaja bien con su manera de ser: Ana era presencia y cuidado hacia los demás, pero quedando siempre “un paso por detrás”, como escondida, callada: no figuraba ni pretendía destacar. Buscaba siempre sostener a las personas con las que trabajaba o se acercaban a ella: un sostener, al mismo tiempo, amoroso y humilde. Sabía estar sin hacerse notar. Pero su bondad alcanzaba, como abrazo portador de energía amorosa -¡esos abrazos de Ana, tan tiernos como intensos, en los que se entregaba entera!-, a quien se encontraba con ella.

Porque era respetuosa hasta el extremo pero, al mismo tiempo, como buena amezketarra, firme, perseverante y casi obstinada cuando se comprometía en alguna tarea. Así es como la he ido percibiendo a lo largo de todo este año, sosteniéndome, tierna y cuidadosamente, en todo momento. Y así es como hemos mantenido y seguimos manteniendo un diálogo ininterrumpido.

La muerte no ha podido romperlo. Al contrario, ha sido su presencia la que, en los momentos más difíciles, me ha ayudado y sigue ayudando a aceptar lo sucedido, como si me dijera en el corazón: “Enrique, he tenido que irme, pero todo está bien”. Gracias a esa misma presencia, día a día, experimento cómo me sigues sosteniendo, cuidando, inspirando y haciéndome mejor persona.

Día a día, me hago consciente de tu trabajo en mí y voy escuchando tu invitación, sabia y amorosa, a quitar máscaras y dejar caer defensas, para mostrarme con transparencia en mi vulnerabilidad. Y también, día a día, me vas mostrando los frutos que ese mismo trabajo produce en forma de serenidad, alegría, amor, humildad, libertad interior y creatividad. 

Así lo vivo, Anusky: tu sonrisa despierta mi alegría, tu humildad me calma, tu bondad me transforma. ¡Me siento tan habitado por tu presencia! Maite, maite zaitut, Anusky, porque tu presencia me conduce a ese “lugar” interior de Silencio, lugar de sabiduría, de paz y de bondad, donde todo está bien, donde todos somos uno. Tu presencia me ha hecho palpar y saborear, con más hondura, viveza y detenimiento, la dimensión profunda que constituye nuestra identidad. Por lo que todo se traduce en aceptación y gratitud.

Y descubro más presencias en mí. Al depositar la atención en el año trascurrido, percibo también un inmenso y profundo sentimiento de gratitud hacia tantas personas -de la familia, amigas, meramente conocidas o incluso desconocidas- que me han sostenido y me siguen sosteniendo y ayudando a elaborar el duelo. ¡No sé cómo podré agradecer tanto como he recibido en este año! Gracias de corazón, en la unidad que somos.

No puedo terminar sin referirme al penúltimo de sus guiños. En estos días nos ha llegado, de parte de una persona muy querida y que, aun habiéndola conocido poco, quiere mucho a Ana, una preciosa “rosa preservada”, con este comentario: “Es una rosa preservada, también llamada «rosa eterna». Está viva, pero tiene un tratamiento que la hace perdurar en el tiempo. Puede estar viva durante años. No necesita riego ni nada, solo evitar el sol directo. La cúpula puede quitarse y ponerse cuando quieras. Solo le ayuda a conservarse más tiempo porque la aísla de la humedad y la protege del polvo… Me parece recordar que a Ana le gustaba el amarillo”.

Es una metáfora preciosa de lo que somos: la Vida, como el Amor, es atemporal y trasciende todas las formas. Somos Vida, somos Amor. Más allá de nuestro pequeño yo, lo que realmente somos, Aquello que alienta en cada una y cada uno de nosotros, es eterno.

Zizur Mayor, 16 de agosto de 2024.