Jn 6, 51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. Disputaban entonces los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”. Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que comieron y murieron: el que coma este pan vivirá para siempre”.
DE LA CATEQUESIS A LA COMPRENSIÓN
Los comentaristas del cuarto evangelio manifiestan su sorpresa ante el salto que se da del “pan” a la “carne” cuando, en el capítulo 6 del mismo, se quiere afirmar a Jesús como alimento de la comunidad de discípulos. Se aprecia así, en el citado capítulo, de qué manera el llamado “discurso sobre el pan de vida” (6,22-50) termina convirtiéndose en un “discurso eucarístico” (6,51-71).
No extraña que semejante cambio provocara una reacción de resistencia en el grupo de discípulos, para quienes “esta doctrina es inadmisible” (6,60). El glosador, sin embargo, se encargará de “reconducir” la protesta, apelando al poder de Jesús y a la fe en él. Sin embargo, no deja de ser curioso que termine poniendo en boca del Maestro la afirmación que vuelve a vincular el alimento con la palabra: “Tus palabras dan vida eterna” (6,68).
Más allá del momento en que se dio tal paso en las primeras comunidades, me parece que, en la actualidad se sigue viviendo ese rito, pero otorgándole un significado simbólico. No se necesita creer en la “materialidad” de la carne como alimento para saberse sostenido y alimentado por Aquello que somos en profundidad. Los cristianos lo proyectan en Jesús: esa es su creencia.
Sin embargo, me parece que es posible dar un paso más. De manera similar a como los primeros cristianos superaron la ortodoxia judía, atreviéndose a confesar que el Dios trascendente se hacía humano en Jesús, a nosotros nos es posible comprender que aquello que el cristianismo afirma de Jesús es en realidad lo que somos todos.
Para un judío ortodoxo, JHWH es “el totalmente Otro”, el único Dios que ha creado y rige los destinos del mundo. Para un cristiano ortodoxo, Jesús es la encarnación “material” de Dios que, de manera absolutamente única y excluyente, se hace en él uno de nosotros. Desde un nuevo nivel de consciencia, se llega a comprender que, tanto aquello afirmado sobre JHWH, como lo que se confiesa de Jesús, es el mismo y único Fondo último de todo lo real y de todos nosotros. Por lo que, con todo respeto, tanto al ortodoxo judío como al ortodoxo cristiano, cabría decirles: en nuestra identidad profunda, somos Eso mismo que vosotros afirmáis de JHWH o de Jesús; solo necesitamos caer en la cuenta, reconocerlo y dejarnos vivir desde ahí. Esa es la conversión (meta-noia), que es una con la comprensión. Si a esto se le quiere llamar “gnosticismo”, no hay ningún problema. Porque, así entendido, es sinónimo de comprensión profunda, experiencial o vivencial. Fuera de esta comprensión, todo lo demás son únicamente creencias, es decir, conocimientos de segunda mano. Por lo que, antes o después, en toda búsqueda sincera, se hará presente la cuestión: Más allá de todo lo que me han enseñado, de todo lo que he recibido, ¿qué puedo afirmar por mí mismo, como fruto de haberlo experimentado?