Domingo II del Tiempo Ordinario
14 enero 2024
Jn 1, 35-42
En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: “Este es el cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscáis?”. Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”. Él les dijo: “Venid y lo veréis”. Entonces fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”. Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)”.
BUSCAR Y VER
Desde el inicio de su existencia, el ser humano se autopercibe como buscador. Una búsqueda que tiene un doble origen: la necesidad y el Anhelo. En cuanto ser necesitado y ser anhelante, el humano se pone en camino para saciar su carencia y para responder a la aspiración profunda que lo habita.
En un primer momento, dirige la búsqueda hacia fuera, pensando que tiene que haber “algo”, fuera de él, que lo complete y lo sacie. Sin embargo, no tardará mucho en advertir que no hay, entre todos los objetos, absolutamente ninguno que pueda saciar su aspiración. Por lo que, con frecuencia, tras crisis y frustraciones, se verá obligado a dirigir la mirada hacia el interior.
En el camino por responder a su innegable Anhelo, todavía puede encontrar una trampa más: pensar que la respuesta habrá de venir de la mente. Sin embargo, también aquí terminará constatando otra frustración más.
Lo que responde a nuestro Anhelo profundo no se halla fuera de nosotros ni puede ser alcanzado por la mente. Seamos o no conscientes de ello, lo cierto es que anhelamos lo que ya somos, y el camino para descubrirlo pasa por el silencio de la mente.
La mente únicamente puede mostrarnos objetos -externos o internos, materiales o mentales, cosas o creencias-, pero, siendo radicalmente incapaz de trascender el mundo de las formas, erramos el camino cuando creemos que ella nos habrá de conducir a la verdad de lo que somos.
Solo el entrenamiento en el silencio mental abre ante nosotros otro modo de ver, que llamamos comprensión o sabiduría. Comprender no es entender algo mentalmente. Es experimentar de modo directo y evidente “eso que no tiene nombre” -en palabras de José Saramago- y que es, justamente, lo que somos. Al “verlo”, la búsqueda cesa. Hemos descubierto que estamos en “casa”. Porque, al silenciar la mente, comprendemos que somos consciencia.