9 abril 2023
Jn 20, 1-9
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro, se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo como las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
SEPULCRO, SILENCIO Y VIDA
Ante el sepulcro -el dato frío, doloroso e inexorable de la muerte-, la mente calla. Tal como señala el relato simbólico del cuarto evangelio, la mente lee que nos han “robado” al ser querido y “no sabemos dónde lo han puesto”, ni cuál ha sido su destino.
¿A dónde va la persona que muere? Si no quiere decir tonterías, la mente enmudece. La fe cristiana confiesa que Jesús resucitó de entre los muertos y que esa es la esperanza que nos aguarda a todos. Sin embargo, el Jesús del cuarto evangelio proclama la resurrección en presente: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25). Lo cual significa que, ya ahora, somos resurrección y vida.
La realidad a la que apunta la metáfora de la resurrección escapa a las coordenadas espaciotemporales, es decir, no es algo que pueda suceder en el tiempo y en el espacio. Apunta a la vida, la consciencia, la dimensión profunda de lo realmente real, aquella que permanece cuando todo cambia, a la plenitud de presencia que sostiene y constituye todo este mundo de formas cambiantes. En nuestra identidad profunda, somos precisamente esa plenitud de presencia –“resurrección y vida”, en palabras del evangelio- que trasciende el espacio-tiempo, sin principio y sin final.
Lo que sucede es que el yo no se conforma con ello y se apropia de esa esperanza, erigiéndose en sujeto de la misma, hasta decir: “Yo resucitaré”. Sin embargo, lo que llamamos yo es solo una forma transitoria y fugaz. En nuestra ignorancia, soñamos con un yo eterno -al yo le encantaría perpetuarse-, sin advertir que eso es algo en sí mismo contradictorio: ninguna forma puede ser eterna.
Distintas tradiciones sapienciales invitan a aprender a “morir antes de morir”. Saben que, solo en la medida en que morimos a la identificación con el yo, encontramos nuestra verdad profunda. Lo que muere es el yo; lo que vive es la consciencia -la vida- que somos. “Morir antes de morir” significa, por tanto, reconocer que somos vida -tal como decía Jesús- y “hacer el duelo” del yo y de sus expectativas.
¿Cómo veo el hecho de la muerte? ¿Qué vivo ante ella?