ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

Domingo XVIII del Tiempo Ordinario

2 agosto 2020

Mt 14, 13-21

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: “Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Jesús les replicó: “No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer”. Ellos le replicaron: “Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Les dijo: “Traédmelos”. Mandó a la gente que se recostara en la hierba y tomando los cinco panes y los dos peces alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se lo dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

ESPIRITUALIDAD Y COMPROMISO

    Solo una espiritualidad comprometida –la propia expresión es en realidad una tautología– es espiritualidad. El compromiso, inseparable de la espiritualidad, constituye su test de veracidad. Porque es precisamente en la acción donde se verifica la verdad de lo comprendido. Por lo que, de manera realista, la espiritualidad nos confrontará con la vida cotidiana por medio de cuestionamientos: en lo concreto, ¿a qué me siento movido?, ¿qué quiere vivir a través de mí?, ¿cómo se concreta?, ¿con quiénes?, ¿con qué prioridades?, ¿con qué medios?… Y todo ello, no desde un imperativo moral, sino desde la comprensión que es amor: consciencia de unidad y certeza de no-separación.

    Por eso, junto con aquellas cuestiones, la espiritualidad plantea otra pregunta decisiva: ¿de dónde nace el compromiso? Porque puede surgir de lugares bien diferentes, que condicionarán tanto la forma de vivirlo como los resultados.

       Tuve que aprender por propia experiencia que incluso el compromiso más noblemente intencionado puede nacer de lugares no siempre adecuados: necesidad de reconocimiento y de aprobación, compensación de culpas inconscientes, moralismo voluntarista, baja tolerancia a la frustración que impide aceptar la realidad tal cual es…

       Entrelazados con ellas, me parece descubrir otros dos factores que suelen contaminar la limpieza del compromiso, particularmente en Occidente y en el ámbito religioso, incluso en personas “entregadas”, que actúan con la más noble intención y la mejor voluntad. Me refiero a la idea del mesianismo judeocristiano y a la culpa católica. Ambos elementos han formado parte del imaginario colectivo durante siglos y, a pesar del proceso de secularización y del creciente laicismo, siguen vigentes –aun de manera inconsciente– y condicionan actitudes y comportamientos.

          El “mesianismo” induce a la exigencia de tener que “salvar” el mundo. La culpa, que no permite estar bien mientras otros estén mal, exige un compromiso que “repare” esa situación. No es difícil advertir la facilidad con que el ego puede apropiarse de esa doble idea para fortalecer su “identidad”: un ego salvador y reparador se siente muy consistente.

      Se comprende que el ego, con frecuencia, se apropie del compromiso y lo contamine. Y que, en consecuencia –y tal vez como el signo más evidente de la apropiación–, se pueda dar un sentimiento de “superioridad moral” –no se olvide que el ego vive también de la comparación–, desde el que se juzga y descalifica a quienes son considerados como “no comprometidos”.

        Es indudable que, junto a esas motivaciones, pueden darse otras más “limpias”, como las creencias que insisten en la fraternidad o la fe en un Dios padre de todos. Ambas han sido fuente de compromiso compasivo y solidario, vivido con limpieza y entrega.

      Pero, más allá de las creencias, en la espiritualidad no-dual el compromiso nace de la comprensión de lo que somos: siendo diferentes, compartimos la misma identidad; por lo que, cuando sé mirar en profundidad, veo que todo otro es no-otro de mí.

   Desde esa misma comprensión se advierte que el compromiso genuino se caracteriza por dos rasgos básicos: la entrega y la desapropiación. Se ancla en la certeza vivencial de que los otros son yo y desde ahí se entrega, en una actitud de docilidad a lo que hay que vivir en cada momento.

    Mariá Corbí lo ha expresado con acierto: “La no-dualidad arrastra inevitablemente al interés y servicio a toda criatura; lleva a interesarse por la marcha de la sociedad, de la cultura, del medio y de todo ser viviente y no viviente. La no-dualidad es unidad y la unidad es amor. El verdadero amor no es el sentimiento romántico, ni tiene ninguna conexión con la necesidad. El amor verdadero solo florece en la más completa gratuidad. Quien comprende su verdadera realidad entenderá y sentirá que la realidad del mundo de sus interpretaciones, de sus modelaciones no es otra que la realidad de «eso absoluto». Vivirá en profundidad que el mundo de nuestra dimensión relativa y el de nuestra dimensión absoluta no es una realidad con dos pisos, sino una única realidad que nuestra condición de vivientes necesitados que hablan precisa difractar para poder sobrevivir y cambiar cuando sea necesario o conveniente”[1].

     Decía que el compromiso nace de la comprensión. De hecho, la comprensión es la fuente más honda de la fraternidad. ¿Cómo no sentir como hermanos y hermanas a aquellos con quienes compartimos el mismo centro, es decir, la misma identidad? ¿Cómo no vivir la fraternidad cuando hemos comprendido que somos uno?

¿Desde dónde y cómo vivo el compromiso hacia los otros y hacia la tierra?

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[1] http://cetr.net/razones-para-el-cultivo-intensivo-de-la-gran-cualidad-humana/?lang=es

Semana 26 de julio: PARA COMPRENDERNOS, VIVIR Y AYUDAR A VIVIR (ENTREVISTA)

Entrevista de Bibiana Ripol,
tras la publicación del libro “Psicología transpersonal para la vida cotidiana. Claves y recursos”, Desclée De Brouwer, Bilbao 2020.

“Visto desde el lado «práctico», el libro contiene un conjunto de claves y de recursos para comprendernos, vivir más plenamente y ayudar a vivir”.

“Nuestro modo de ver la realidad será siempre deudor del modo como nos vemos a nosotros mismos”.

“La resistencia genera sufrimiento, la resignación paraliza; la aceptación regala paz y, a la vez, moviliza”.

 

En su libro habla de la importancia de “descorrer el velo”.

Sí, porque todo se ventila en “poder ver” con claridad, es decir, en alcanzar la verdad de lo que somos.

Alcanzar la verdad, una tarea nada fácil…

Comulgo con los sabios presocráticos griegos que entendían la verdad como “aletheia” –ese término lo utilizó ya Parménides en el siglo VI a.C.–, que significa justamente eso: “descorrer el velo” (o “des-ocultar”: letheia = ocultar; a = sin; en latín se convertiría en “lateo” = estar oculto, de donde proviene el término “latente”).

Entonces, “descorrer el velo” ¿significa enseñar a desaprender?

La verdad no es un concepto o una creencia. Tampoco la construimos nosotros. La verdad es una con la realidad, ya está ahí. Lo que nos queda es descubrirla. Pero eso requiere “quitar los velos” que nos impiden verla. Y el mayor velo es la identificación con la mente. Así que sí: necesitamos desaprender tantas cosas –ideas, creencias, maneras de ver y de pensar…– que habíamos dado por “definitivas”. Por eso es tan importante practicar la meditación para aprender a acallar la mente porque, como bien supo ver Krishnamurti, “solo una mente en silencio puede alcanzar la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”.

¿Así se “descorre el velo”?

Así es: el velo no se descorre pensando, sino acallando la mente. Ahí puede darse la genuina comprensión, que no es algo mental o puramente conceptual, sino experiencial o vivencial.

¿Qué puede decirse, de entrada, sobre la psicología transpersonal?

La psicología transpersonal es considerada como la “cuarta ola” de la psicología moderna, tras el psicoanálisis, el conductismo y la corriente humanista. Valora e integra las aportaciones anteriores –por ello, algunos autores prefieren hablar de “psicología integral”–, pero da un paso más. Apenas ha cumplido cincuenta años, pero está ya influyendo decisivamente en la comprensión de nosotros mismos y de la realidad.

¿Qué es lo más característico de la psicología transpersonal?

Si la palabra clave de la psicología humanista es “autorrealización”, podría decirse que en la psicología transpersonal la palabra central es “autotranscendencia”. Dicho brevemente: somos más que nuestra mente y más de lo que nuestra mente piensa que somos; más que la persona (“trans-personal”). Somos más que todo aquello que podamos observar; somos Eso que observa (Testigo, Consciencia).

¿Autotranscendencia?

No me extraña el interrogante, porque aquí las palabras ya se quedan cortas. Ese término no quiere significar un yo autosuficiente o inflado, que encontraría en sí mismo su propia “transcendencia”, sino más bien al contrario, es el reconocimiento de que nuestra identidad transciende por completo el yo que pensamos o creemos ser.

Algo de eso había intuido Abraham Maslow.

Así es. En cierto sentido, Maslow hace de puente entre la psicología humanista y la transpersonal. Y lo expresó en una frase iluminadora: “Todo proceso de autorrealización que no se aborta desemboca en un proceso de autotranscendencia”. Cuando no bloqueamos el proceso de autoconocimiento, llegamos a comprender que somos más que el yo separado que la mente piensa que somos.

¿Qué ha supuesto la psicología transpersonal en el intento de comprensión del ser humano?

Tal como lo veo, supone un salto cualitativo en el campo de la psicología y, más ampliamente, en la cultura moderna, porque la “mirada transpersonal” ha transcendido el ámbito de la psicología y colorea cada vez más espacios culturales.

La psicología transpersonal, conectando con las grandes intuiciones de la sabiduría perenne, constituye una herramienta imprescindible para responder adecuadamente a la pregunta decisiva: ¿qué soy yo? Es la primera pregunta porque, como señalara Kant, “el autoconcimiento es el principio de toda sabiduría”. Nuestro modo de ver la realidad será siempre deudor del modo como nos vemos a nosotros mismos. Y me parece que el “modo de ver” adecuado requiere una mirada transpersonal.

Háblenos de las dos dimensiones del ser humano que menciona en el libro: la psicológica y la espiritual

La realidad es paradójica, y el ser humano también lo es. En nuestro caso, eso significa –como afirma la psicología transpersonal– que lo que somos no se agota en la personalidad que tenemos. Nuestra paradoja se halla constituida por dos niveles que podemos designar como “personalidad” –plano psicosomático– e “identidad” –plano profundo o espiritual–. El crecimiento integral de la persona requiere atender ese doble nivel: cuidar lo psicosomático desde la comprensión profunda (o espiritual) de lo que somos, atender la persona en la que nos experimentamos desde la consciencia que somos.

Favorecer el crecimiento integral de la persona: ¿ese es el objetivo que persigue con este libro?

Sí. Visto desde el lado «práctico», el libro contiene un conjunto de claves y de recursos para comprendernos, vivir más plenamente y ayudar a vivir. Es muy difícil vivir con gusto y sentido y resulta prácticamente imposible establecer relaciones constructivas con los otros si no comprendemos qué somos y cómo funcionamos.

Cita a su abuela: “Lo que viene, conviene” ¿Qué nos podría explicar de esta frase tan sabia?

Además de entrañable para mí por haberla recibido de mi abuela, me parece una frase plenamente sabia, en armonía además con lo que han dicho personas sabias de todos los tiempos. Sé que a algunos oídos les resulta extraña…, hasta que se comprende su significado profundo. He tratado de desarrollar ese significado en otro libro publicado en estas fechas: “Vida” (publicado por la editorial «San Pablo»).

Adelantando algo en una sola frase…

La expresión “lo que viene, conviene” no se refiere tanto a los acontecimientos –mucho menos a la justificación o aprobación de los mismos–, sino a la actitud adecuada desde la que vivirlos. No significa que me guste, apruebe o justifique “lo que viene” –la lucidez y el espíritu crítico no se dejan nunca de lado–; significa que la sabiduría requiere alinearse en todo momento con lo real. Una vez alineados o alineadas con ello, brotará la acción adecuada en cada circunstancia.

Y conviene porque…

Cuando le preguntaban eso a mi abuela, ella contestaba: “porque viene”. Bromas aparte, es claro que todo lo que nos duele no le conviene al yo, que exige que las cosas que ocurren respondan a sus expectativas y lleva muy mal la frustración.

Conviene para algo…

Esa es la pregunta adecuada: ¿para qué conviene lo que viene? En un primer plano, la respuesta correcta me parece simple: “No lo sé”. Pero en un plano más profundo, bien puede decirse que conviene para que comprendamos que no somos ese yo separado que puede verse tambaleado por lo que viene, sino la consciencia que no es afectada por nada de lo que nos sucede. En este sentido, “lo que viene” es siempre nuestro maestro: viene para que aprendamos a comprender experiencialmente lo que somos, “Eso” que permanece inafectado, siempre a salvo, más allá de lo que se remueve en nuestro psiquismo. Por decirlo metafóricamente: a los personajes de una película les ocurren infinidad de cosas; a la pantalla, sin embargo, nada de ello le afecta. Con todo, para ver así lo que viene, es preciso que estemos en actitud de aprender, de abrirnos a nuestra verdad más profunda.

Pero no se trata de resignarse…

En absoluto. La aceptación profunda es exactamente lo contrario, tanto a la resistencia inútil como a la resignación. La resistencia genera sufrimiento, la resignación paraliza; la aceptación regala paz y, a la vez, moviliza. Pero no desde el “no” a la vida, sino desde el “sí” lúcido de quien se sabe alineado con ella.

Eso requiere una consciencia abierta…

Exacto; significa pasar de la errónea y nociva “consciencia de separatividad” –la creencia errada de estar separados de la vida es la fuente de todo sufrimiento– a la “consciencia de unidad” con todo y con todos. Somos diferentes, pero somos lo mismo.

Comenta que el secreto de la sabiduría consiste en la aceptación…

Así lo veo. Y eso mismo es lo que encuentro en el testimonio de hombres y mujeres de toda época. Te pongo solo dos muestras: el místico cristiano del siglo XVI, Juan de la Cruz, llegó a escribir: “Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es”. Y el sabio hindú Nisargadatta, en el siglo XX, afirmaba: “La esencia de la sabiduría es la total aceptación del momento presente”.

También cita, entre otros, a Sócrates y a Nietzsche ¿Qué han aportado ambos a la psicología transpersonal?

Más allá del término “transpersonal”, que es muy reciente, hay una corriente de sabiduría que siempre ha compartido grandes intuiciones: la importancia decisiva de la comprensión experiencial (para Sócrates el único vicio es la ignorancia) y la actitud sabia de alinearse con lo real, de vivir diciendo sí a la vida (Nietzsche).

¿Qué papel juega la meditación en la psicología transpersonal?

La práctica meditativa es el camino para acallar la mente (trans-cenderla) y saborear la verdad (trans-mental o trans-personal) de lo que somos. Ese es el lugar del silencio consciente que se vive en el estado meditativo o contemplativo.

¿Erramos por ignorancia?

Sin ninguna duda. Me vienen de nuevo las palabras de Sócrates: “Solo hay una virtud: la sabiduría; y solo existe un único vicio: la ignorancia”. Cada persona hace en cada momento lo mejor que sabe y puede, teniendo en cuenta su nivel de consciencia y su “mapa” representacional. Tal como escribo en el libro, todas las grandes tradiciones sapienciales afirman que el ser humano se halla constitutivamente orientado hacia el bien.  

¿Cómo ha pasado de una religiosidad teísta a una espiritualidad transreligiosa?

Fue todo un proceso que se dio de manera tan inesperada como evidente para mí. A partir de determinadas experiencias, fui testigo de que caían todas las creencias para quedarme anclado en lo que podría llamar una “espiritualidad sin adjetivos”, una espiritualidad que es sinónimo de profundidad humana y de fraternidad universal. Desde mi perspectiva, las religiones son “mapas”, más o menos acertados; la espiritualidad es el “territorio” compartido.

¿Su espiritualidad está relacionada con Dios?

¿Qué queremos decir con la palabra “Dios”? Si se entiende como un Ente separado, ciertamente no. Pero si con ese término aludimos al fondo último de lo real, a Aquello inefable que transciende todas las formas y que constituye la mismidad última de todo lo que somos –nuestra más profunda identidad, hablando ahora en clave transpersonal y no dual–, la respuesta solo puede ser afirmativa: es “espiritual”, no quien tiene unas determinadas creencias o cumple unas normas concretas, sino quien comprende y vive Eso que somos en profundidad; quien vive, no en estado mental, sino en estado de presencia.

Su libro tiene una vertiente práctica: “claves y recursos para la vida cotidiana”.

Sí; he querido que fuera eminentemente práctico, además de pedagógico. Por eso me pareció adecuado dividirlo en los cuatro capítulos que lo componen: 1) ¿qué es una “persona integrada”?, ¿qué es necesario tener en cuenta para crecer en unificación personal y en relaciones armoniosas?; 2) si estamos bien hechos/as, ¿por qué funcionamos mal?, ¿dónde está el origen de nuestro sufrimiento y qué nos cabe hacer?; 3) ¿cómo llegar a comprender y a ser lo que, paradójicamente, ya somos?; y 4) ¿con qué “herramientas” o prácticas podemos contar para todo ello?

¿Cree que podría ayudar a tantos afectados por la Covid-19? ¿Cómo?

He planteado todo el libro como una herramienta de ayuda, particularmente para quienes se ven más atrapados por el dolor, la incertidumbre, el desconcierto… La ayuda eficaz requiere comprensión experiencial de lo que somos –al comprender, sabemos que lo que realmente somos se halla siempre a salvo: podemos perder lo que tenemos, nunca lo que somos– y requiere, también, vivir un triple cuidado, que puede expresarse en tres palabras, que aluden a su vez a tres tipos de prácticas.

¿Cuáles son esas palabras y esas prácticas?

Las palabras son: acogerse, atender y estar (ser). Y las prácticas que necesitamos para favorecer una vivencia integrada y armoniosa son psico-afectivas, atencionales y expresamente meditativas o contemplativas.

Necesitamos cuidar el amor humilde e incondicional hacia nosotros mismos, educar la capacidad de atender –acallando la mente pensante, que rumia y cavila sin cesar– y saborear el silencio permaneciendo en el “solo estar”, la pura presencia consciente que somos, más allá de la persona en que nos estamos experimentando.

A mi modo de ver, ese triple cuidado garantiza la armonía y la plenitud de la persona.

Ver más detalles del libro: Editorial Desclée De Brouwer.

Para adquirir el libro en Latinoamérica:

Red de distribuidores de Desclée De Brouwer en Latinoamérica

En Argentina, me dicen que se puede conseguir en:
Librería «Ágape» (cuenta con varias sucursales).
Casa central: telf: 011-4571 6001.
Mail: agape@agape-libros.com.ar
www.agape-libros.com.ar.

BUSCAR EL TESORO QUE SOMOS

Domingo XVII del Tiempo Ordinario

26 julio 2020

Mt 13, 44-52

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y lo compra. El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante en perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra. El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien esto?”. Ellos le contestaron: “Sí”. Él les dijo: “Ya veis, un escriba que entiende del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo de lo antiguo”.  

BUSCAR EL TESORO QUE SOMOS

          La metáfora del tesoro escondido u oculto, presente en diferentes tradiciones sapienciales, constituye una invitación a encontrar o descubrir aquello que, aun sin saberlo, anhelamos: lo que realmente somos.

          Y contiene varias indicaciones valiosas: el tesoro está ahí todo el tiempo, se trata simplemente de descubrirlo; no es algo separado de nosotros ni algo de lo que carezcamos, sino justamente aquello que somos; cuando se descubre, todo lo demás empieza a ser visto como algo secundario; y ese descubrimiento se traduce en alegría estable.

          Todo ser humano añora ese tesoro. De hecho, es ese anhelo el que nos mueve, nos hace iniciar la búsqueda y recorrer diferentes caminos, atraídos siempre por su aroma de plenitud. 

          Sin embargo, en esa búsqueda puede suceder de todo: nos despistamos y terminamos enredados; nos conformamos con pequeñas “golosinas” o nos entretenemos con “juguetes”, olvidando el tesoro real; acallamos la voz del anhelo aturdiéndonos con múltiples ruidos; nos decimos a nosotros mismos que el anhelo es inventado y que es necesario ser “prácticos” y no creer en “cuentos” ilusorios…

          Y aun en el mejor de los casos, cuando la búsqueda se apoya en una fuerte determinación, no resulta fácil superar la trampa que nos incita a buscar el tesoro en “algo” fuera, lejos o en el futuro.

          Lo cual me trae a la memoria el relato del ciervo almizclero. Fascinado por un olor exquisito cuya procedencia ignoraba, inició una carrera alocada por atraparlo. Por más que corría, el olor no lo abandonaba, aunque tampoco conseguía descubrir su procedencia. En un salto desafortunado, el ciervo se golpeó en el pecho con una rama puntiaguda, muriendo en el acto. Su pecho abierto guardaba el perfume que equivocadamente había buscado fuera.

          Como el ciervo, no podemos negar el “olor” de la plenitud. Pero nuestra mente, al reducirnos a la “forma” de nuestra persona –al identificarnos con el yo separado–, nos hace creer que la plenitud se halla fuera y ahí empezamos la carrera que no conduce a ninguna parte.

          La parábola nos recuerda: tú –en tu verdadera identidad– eres ya lo que estás buscando. No corras hacia fuera, porque donde tienes que llegar es a ti mismo. Acalla la mente y, si tienes paciencia y perseveras en ello, el silencio te mostrará el tesoro que desde siempre has añorado. Cuando eso ocurra, la búsqueda habrá concluido: has descubierto lo que siempre has sido y que, sin embargo, te permanecía oculto.

¿Cómo vivo la búsqueda? ¿Qué, dónde, cómo busco?

«VIDA»

(La vida ha querido que este librito, editado por “Editorial San Pablo”, saliera prácticamente en las mismas fechas que “Psicología transpersonal para la vida cotidiana”, editado por “Desclée De Brouwer”. Tal vez porque el objetivo de la psicología transpersonal –como el de la espiritualidad– no es otro que el de aprender a vivir y a decir “sí” a la vida. Deseo de corazón que ambos puedan resultar herramientas útiles en ese aprendizaje).

(Más adelante, saldrá en formato ebook, y se subirá a dos plataformas de edición bajo demanda, de modo que pueda adquirirse también en América). 

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 A Ana, en la escuela de la docilidad a la vida.

A mi abuela Amalia, que me enseñó y me mostró con su vida que “lo que viene, conviene”. En la presencia amorosa y agradecida.

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“Que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú” (Jesús de Nazaret).

“En definitiva y en grande, ¡quiero ser, un día, uno que solo dice sí!” (F. Nietzsche).

En la práctica, la sabiduría se traduce en decir sí a la vida y fluir con ella.

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Anhelamos vivir y ser felices. Pero, con frecuencia, el modo como perseguimos ese anhelo produce el efecto contrario: nos “alejamos” de la vida y nos introducimos en un laberinto de confusión y de sufrimiento.

Asumiendo el principio socrático, según el cual la única virtud es la sabiduría y el único vicio la ignorancia, el autor traza un itinerario que quiere ayudar a crecer en comprensión: empieza por sentir la vida y concluye al reconocernos en ella. Cae la creencia errónea de separación y nos alineamos con la vida, en una actitud de aceptación profunda y de acción desapropiada.

La comprensión se sintetiza en esta doble expresión: somos vida y la actitud sabia consiste en vivir diciendo sí; ciertamente, lo que viene, conviene. Cuando lo comprendemos experiencialmente, vivimos en plenitud y somos felices. A partir de ahí, fluirá en cada caso lo que tenga que ser. Pero ello requiere ir más allá de la mente analítica para poder ver en profundidad.

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VER PORTADA DEL LIBRO

En algún momento de las crisis parece que todo se hunde y no se atisba ninguna salida. Sin embargo, siempre queda «algo» que nos sostiene, alienta, moviliza…; una fuerza interna, en la que tal vez ni siquiera habíamos reparado, a la que solemos llamar la «fuerza de la vida».

Pero hay más. Al indagar en ello, descubrimos que esa «fuerza», como la propia vida, no es «algo» separado -que tenemos o con lo que contamos-, sino aquello que somos.   

Editorial San Pablo.

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ÍNDICE

Introducción: Nuestra paradoja

1. El primer paso: sentir la vida, sentirnos vivos y vivas                                                                             

  • Vida desplegada, vida bloqueada, vida liberada   
  • Herida psicológica, vacío afectivo y mecanismos de defensa     
  • Un trabajo psicológico para re-conectar con la vida
  • Vivir es confiar

2. La comprensión: no vivo, soy vivido                       

  • El río y el remolino                                                 
  • La creencia de la separación y sus consecuencias     
  • Un trabajo constante de reeducación para superar inercias mentales                                                 
  • Vivir diciendo sí

3. La actitud sabia: lo que viene, conviene. Del sufrimiento inútil a la comprensión liberadora       

  • La intuición que lo transforma todo                           
  • La naturaleza paradójica de lo real y la mente analítica
  • La cuestión decisiva: ¿qué soy yo?
  • La sabiduría de la paradoja

Conclusión: La vida como maestra

Epílogo: El juego de la vida

  

INTRODUCCIÓN

NUESTRA PARADOJA

 “En medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de las lágrimas descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta de que, a pesar de todo, en medio del invierno había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta” (Albert Camus).

Y, de pronto, nos sentimos inseguros, desconcertados y temerosos: vulnerables. Recibo, de parte de María Ángeles López Romero, directora editorial de Editorial San Pablo, la propuesta de escribir un librito sobre la “vida”, a finales de marzo de 2020, en la tercera semana de la cuarentena o confinamiento ordenado por el gobierno, a raíz de la crisis del coronavirus.

Toda crisis trae consigo desconcierto y nos coloca frente al insoslayable espejo que refleja nuestra propia vulnerabilidad, con frecuencia olvidada, unas veces compensada y otras tantas reprimida. Y afloran ahí, a nuestro pesar, viejos fantasmas y “demonios interiores” que creíamos definitivamente derrotados.

En algún momento de las crisis parece que todo se hunde y no se atisba ninguna salida. Pero, pasada la oscuridad ciega del bajón, es innegable que hay siempre “algo” que nos sostiene, alienta, moviliza…; una fuerza interna, en la que tal vez ni siquiera habíamos reparado, con sabor a descanso y portadora de confianza, a la que solemos llamar la “fuerza de la vida”

Ahí, una vez más, se hace manifiesta nuestra realidad paradójica, sin la que resulta del todo imposible comprender al ser humano y encontrar el modo de orientarnos en nuestra existencia cotidiana.

La paradoja aparece a nuestra mente como una contradicción irresoluble, por lo que fácilmente la deshecha y la descarta de manera apresurada. Para la mente analítica, la realidad es lineal y superficial, aunque utilice argumentos eruditos y sofisticados para hablar de ella. Podría decirse que, en cierto modo, la “retuerce” para hacer que encaje dentro de sus esquemas, con lo cual la deforma hasta terminar traicionándola.

Lo cierto es que la “contradicción” que muestra la paradoja es solo aparente. Porque no habla de contraposición, sino de complementariedad. Refleja, sencillamente, el “doble nivel” o los “dos planos” constitutivos de la realidad, que se hallan armoniosamente articulados y secretamente abrazados en una unidad mayor. Eso hace de la paradoja una seña de identidad de lo real: todo lo real y, por tanto, lo humano es paradójico.

Las tradiciones sapienciales se han referido a esos “dos niveles” de la realidad con diferentes términos. Así han hablado, por ejemplo, de “vacío” y “forma”, tal como quedó reflejado en el Sutra del corazón: “Vacío (vacuidad) es forma, forma es vacío (vacuidad)”. Sobre ello volveremos en el capítulo 3, en el que dedico un amplio espacio a hablar de la sabiduría de la paradoja.

“Formas” son todo aquello que percibimos a través de nuestros sentidos neurobiológicos –mente incluida– y que constituye un “polo” de lo real; el otro es “aquello” –el fondo, la vacuidad– que las sostiene y que en ellas se expresa.

En nosotros, las “dos caras” de la paradoja pueden nombrarse, de entrada, como “personalidad” (la forma) e “identidad” (el fondo), o también como “vulnerabilidad” y “plenitud”. Sumamente frágiles y vulnerables –una vulnerabilidad que, con frecuencia, tratamos de ocultarnos a nosotros mismos–, somos, sin embargo y al mismo tiempo, plenitud que se desborda y se halla a salvo de la impermanencia. Somos alegría en la tristeza, fuerza en la debilidad, luz en la oscuridad, certeza en la incertidumbre, amor en el desencuentro…, vida en la muerte.

Los términos “vacío” y “plenitud” apuntan ambos –de nuevo, en una aparente contradicción– a la misma realidad profunda, a ese Fondo último de lo real, pura presencia consciente, que se está desplegando y expresando constantemente en todas las formas que percibimos. La mente lo lee como “vacío” porque, al no encontrar “objetos”, para ella no hay nada; sin embargo, cuando se experimenta se comprueba que es “plenitud”: “Eso” que para la mente es “nada”, es en realidad “todo”, la plenitud de lo que es[1].

Ese fondo constituye un no-lugar –presencia atemporal y no local– al que los humanos se han referido con mil nombres, todos ellos inadecuados, ya que lo que no es objeto, en ningún caso puede nombrarse adecuadamente, pero con los que han querido decir lo indecible y hablar de lo inefable: consciencia, ser, dios, vacuidad… y vida.

Todo es vida. Parafraseando lo que se dice de Dios en “El libro de los veinticuatro filósofos”, podría afirmarse sin error que la vida es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.

Miremos donde miremos, no veremos sino vida desplegada y oculta en un sinfín de formas. Vida es aquello que nuestra mente etiqueta como “sublime”, y vida es también el minúsculo y terrorífico virus –al que me refería al inicio– que ha puesto en jaque a la población mundial. Basta salir de los estrechos límites de la mente, para que nuestro horizonte y, por tanto, nuestra visión se amplíen infinitamente.

Nosotros mismos somos vida. No personas que tienen vida, sino la misma y única vida, experimentándose temporalmente en una forma (persona) concreta.

Nuestra ignorancia radical y el origen de todo sufrimiento es el olvido de lo que realmente somos, que nos lleva a identificarnos con la “forma” (el yo) y a desconectarnos del “fondo”, es decir, de la vida, de nuestra verdadera identidad. ¿Cómo no habríamos de caer en una red de confusión y de sufrimiento? ¿Cómo habríamos de ser capaces de comprender y gestionar las crisis y, más ampliamente, nuestra vulnerabilidad de una manera constructiva? ¿Cómo no vivir a la defensiva, temiendo amenazas por doquier?

 La afirmación de que somos vida no nace de una creencia. Al contrario, puede reconocerse como evidencia, siempre que ponemos los medios adecuados para experimentarlo: si acallamos la mente y, en lugar de pensar, atendemos, advertiremos que entre la vida y nosotros no hay ninguna distancia, ninguna separación, ninguna diferencia: somos vida. Es solo la mente –debido a su propia naturaleza separadora– la que nos hace creer que la vida es “algo” de lo que estamos separados.

Se requiere, por tanto, silenciar la mente porque esta se halla imposibilitada para percibir todo lo que no sea un objeto, externo o interno. Para poder operar, necesita separar, delimitar, es decir, objetivar. Por ello, de la mente solo pueden surgir ideas, conceptos, creencias…

No solo eso. A la mente analítica se le escapa por completo la paradoja. Por ese motivo, quien se acerca a la realidad desde una mente analítica pronto se verá encerrado en un callejón sin salida, incapaz de adentrarse en la sutil y bella complejidad del conjunto de lo real.

Todo lo que vengo diciendo se puede recopilar en unas afirmaciones concisas:

  • la realidad es paradójica;
  • la mente analítica no puede captarla; la ve como contradicción;
  • la percibimos a través del silencio de la mente, activando la atención;
  • en nosotros se muestra como plenitud y vulnerabilidad, vida plena y forma (persona) impermanente
  • los dos niveles de la paradoja se hallan abrazados en la no-dualidad (diferencia sin separación);
  • la realidad es no-dual.

Como la realidad, la vida es no-dual, es decir, no conoce opuesto. Porque la muerte no es lo opuesto a la vida, sino al nacimiento: aquella y este son simplemente formas en las que la vida se expresa. Nacen y mueren las formas, la vida permanece.

Anhelo, en estas páginas, antes que nada, compartir vida y ofrecer algunas claves que nos ayuden a vivir. Claves con las que acoger todo lo que nos ocurre –crisis incluidas– como oportunidad para crecer en consciencia de lo que somos y, de ese modo, resituarnos con presteza ante cualquier dificultad, y favorecer el despliegue de la misma vida.

Suele afirmarse que no estamos aquí para que la vida responda a nuestras expectativas –esa es la exigencia del ego–, sino para dejarnos enseñar por ella. Somos aprendices, y la clave está en acoger todo lo que sucede, sea del color que sea, como oportunidad. Y –una nueva y hermosa paradoja– solo tenemos una cosa que aprender: descubrir lo que ya somos; o con otras palabras, “llegar” a la casa de la que nunca habíamos salido.

Ahora bien, si queremos ser fieles a la paradoja que nos constituye, es necesario que este trabajo de aprendizaje sea, a la vez, psicológico y espiritual. Necesitamos atender los “dos niveles”.

Cuando no se hace así, se cae en un “racionalismo” estrecho que ignora la dimensión profunda o en un “espiritualismo” etéreo que olvida nuestra dimensión psicológica.

Los riesgos de cualquiera de esas posturas son obvios: en el primer caso, la ignorancia de lo que somos, que nos sume en la confusión, la confrontación y el sufrimiento, es decir, nos encierra en una consciencia de separatividad con todas las consecuencias que de ahí se derivan y que se reflejan en todos los ámbitos humanos, desde la economía y la política hasta la cultura y la religión, así como en la vida cotidiana; en el otro, una escisión psíquica más o menos acentuada, una rémora para crecer en comprensión y la trampa que supone una sombra no reconocida, aceptada e integrada; de hecho –y son numerosas las muestras que se han dado y se dan en supuestos gurús y “maestros espirituales”–, la sombra no trabajada, antes o después, boicoteará el trabajo espiritual.

El “racionalismo” se sostiene sobre la premisa de que existe solo aquello que la mente puede explicar. El “espiritualismo”, por su parte, parece denotar la actitud de quienes buscan un atajo –alguien ha hablado de “bypass espiritual”– para sortear el encuentro lúcido con el propio psiquismo.

          Frente a esos riesgos, es imprescindible reconocer y abrazar nuestra realidad completa: somos vida en plenitud –y en cuanto tal, de nada carecemos– y somos también una persona sumamente necesitada, frágil y vulnerable. El trabajo espiritual consiste en comprender vivencialmente lo que somos en profundidad, «verlo» y vivir en conexión con ello. El trabajo psicológico, por su parte, es imprescindible para la integración de esta persona concreta –cuerpo, mente, psiquismo–, que necesita atención y cuidado. Porque todo lo que no es integrado no podrá ser transcendido.

Para vivir de manera armoniosa y unificada necesitamos, ciertamente, comprender lo que somos en profundidad –vida en plenitud–, pero también un psiquismo sano que no sabotee, aunque sea de manera inconsciente, aquella comprensión experiencial ni impida vivirla.

He dividido el contenido en tres capítulos. En el primero de ellos, insisto en la importancia de lo que me parece la “puerta de entrada” o el primer paso: sentir la vida. El segundo se centra en lo que constituye el núcleo de la sabiduría: la comprensión vivencial de lo que somos, que nos lleva a reconocer que, hablando con propiedad, no vivimos, sino que somos vividos. A partir de ahí, en el tercero, con una expresión provocativa, que suele despertar malinterpretaciones, he querido subrayar la que, sin embargo, me parece la actitud ajustada o sabia: “lo que viene, conviene”.

El texto procede de manera lineal y, al mismo tiempo, en espiral, volviendo una y otra vez al eje en torno al cual gira toda la reflexión: la invitación a indagar que somos vida y a experimentar que la actitud ajustada que brota de esa comprensión es vivir diciendo sí.

Incidir con insistencia y desde diferentes ángulos en esa doble cuestión –¿qué soy yo? y ¿por qué y cómo vivir diciendo sí a la vida?– me parece adecuado para, gracias a la comprensión, ir aflojando las resistencias y superar la inercia mental, en una práctica constante y transformadora.

Como resultado de esa práctica perseverante, aun con todos los vaivenes y altibajos propios de nuestra vulnerabilidad, seremos conducidos de la confusión a la luz, del miedo a la confianza, del sufrimiento a la paz, de la reactividad a la respuesta, de controlar a fluir, de la rigidez a la flexibilidad, de la ansiedad a la presencia, del egocentrismo al amor,  de sobrevivir a ser, de la consciencia de separatividad a la consciencia de unidad…

La mente nos hace creer que somos un yo separado. Y, desde el inicio de nuestra existencia, el entorno familiar y sociocultural dan soporte a esa creencia, hasta convertirla en una convicción incuestionable y aparentemente inamovible. Pero, ¿realmente es cierta? ¿Y si fuera únicamente una creencia errónea, un mero constructo mental? Nadie puede saberlo hasta que no indague por sí mismo. Lo que ofrezco es una propuesta de indagación, desde la certeza serena de que, al revés de lo que suele darse por sentado, somos vida que en cada uno y en cada una se experimenta como “persona”.

En síntesis, este texto quiere ser un canto a la vida y una llamada a vivir, reconociéndonos en nuestra identidad profunda. Somos vida: ¿por qué contentarnos con sobrevivir a partir de migajas que nos entretienen?, ¿por qué sufrir inútilmente a causa de la ignorancia? Por decirlo con palabras de José Díez Faixat: “Hay una joya brutal en nosotros mismos y andamos buscando cosas por ahí que son calderilla”.

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[1] Lo recoge admirablemente el título del libro de J. DÍEZ FAIXAT, Siendo nada, soy todo. Un enfoque no dualista sobre la identidad, Dilema, Madrid 2007.

AFÁN JUSTICIERO

Domingo XVI del Tiempo Ordinario

19 julio 2020

Mt 13, 24-30

En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: “El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo: pero, mientras la gente dormía, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: «Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?». Él les dijo: «Un enemigo lo ha hecho». Los criados le preguntaron: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?». Pero él les respondió: «No, que podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero»”.

AFÁN JUSTICIERO

         El mundo fenoménico o de las formas se caracteriza por la polaridad. De manera que no puede existir nada sin su opuesto: blanco/negro, día/noche, salud/enfermedad, placer/dolor, nacimiento/muerte…, trigo/cizaña. Es precisamente esa condición la que hace posible el despliegue de las formas y la que nos permite conocerlas.

          La polaridad omnipresente puede confundirnos y hacernos pensar que se trata de realidades irremediablemente opuestas, hasta el punto de etiquetar a una de ellas como “buena” y a la opuesta como “mala”.

          Al hacer así, lo que era solo una polaridad que hacía posible el mundo de las formas lo convertimos en una dualidad que confunde y distorsiona nuestra mirada. Porque aquellos polos opuestos no son contradictorios sino complementarios.

          Las categorías “bueno” y “malo”, en cuanto polos opuestos, tienen su razón de ser para entendernos en el mundo de las formas, pero resultan completamente inadecuadas cuando las absolutizamos. Porque, en el plano profundo, todo está bien, todo es como tiene que ser: todo lo que percibimos no es sino un despliegue de la vida a través de la polaridad.

        Ante esta afirmación la mente analítica suele rebelarse airada, porque se le escapa la paradoja y es incapaz de captar el nivel profundo de lo real. Para la comprensión, sin embargo, resulta una obviedad: la realidad es paradójica y se requiere comprender sus “dos niveles” para poder integrarlos y vivirlos de manera armoniosa.

          Donde hay trigo forzosamente habrá cizaña. Y tiene razón Jesús: hay que dejarlos crecer juntos. No desde la justificación indiferente, sino desde la comprensión de que cada persona hace en cada momento todo lo que puede y sabe.

          Sin embargo, alguna mano posterior debió añadir en el texto la necesidad de “quemar la cizaña”. Tal añadido puede ser señal de nuestra “exigencia de justicia”. Tanto por nuestra sensibilidad ante el dolor ajeno como por la lectura que nuestra mente hace de las cosas, solemos abrigar una idea determinada, incluso bienintencionada, de la “justicia”, idea que ha llevado a no pocos pensadores –me vienen a la memoria los representantes de la teoría crítica, de la Escuela de Frankfurt– a afirmar el imperativo de que “el verdugo no triunfe sobre la víctima”.

      Sin embargo, sin negar toda su “buena intención”, tal planteamiento es tramposo, porque nace de una visión dualista y fragmentada. Desde la comprensión, el mismo Jesús –como han hecho todos los sabios– habló más bien de “perdonar a los enemigos” y de “ser compasivos como vuestro Padre, que es bueno con los ingratos y los malvados” (Lc 6,35).

      Ahí se mueve la comprensión no-dual, permitiéndonos apreciar que es solo nuestra inconsciencia la que nos hace ver el mundo dividido en “víctimas” y “verdugos”. Y esto no significa negar la realidad, sino verla desde otro lugar.

          Me parece urgente atrevernos a mirar el mundo con otros ojos, atrevernos a dar una interpretación distinta de los acontecimientos y actuar desde una consciencia más amplia. La transformación vendrá justamente de ese cambio de visión –que nace de una consciencia ampliada– y dará a nuestras acciones una calidad y una vibración diferentes, caracterizadas por la compasión eficaz.

¿Vivo comprensión profunda hacia las personas?