MÁS ALLÁ DEL DUALISMO
Y MÁS ALLÁ DEL MONISMO O PANTEÍSMO
LA PERSPECTIVA TRANSPERSONAL
El presente texto surgió tras haber leído un intercambio de opiniones en un foro de Internet, a propósito de estos temas. Mientras alguien hablaba de Unidad en Lo Que Es, el otro alegaba que no podía aceptar lo que entendía era “una pérdida en Dios de la auténtica identidad personal”, y que al hablar de Dios como Amor “es preciso mantener alguna alteridad sin la cual ya no existe posibilidad de hablar en términos de Amor”. De lo contrario, concluía, cabe el peligro de “disolver la dualidad entre Creador y criatura en un MONISMO a lo oriental que finalmente es un PANTEÍSMO disfrazado”.
Es claro que, detrás de las expresiones que usamos, late siempre, como luego veremos, un determinado modelo de cognición, una específica “manera de conocer”, un particular modo de acercarnos a la realidad. Tras las expresiones citadas por el internauta –“identidad personal”, “amor que requiere alteridad”-, se hace patente un modelo mental o dual, egoico, ¿personalista?, característico de nuestra tradición occidental –al menos, en los últimos dos mil quinientos años- y de nuestro momento cultural.
Pero lo que pretendo ahora no es discutir esos conceptos –¿qué se entiende por “identidad personal”, en cuanto trascendemos el modelo mental y nos situamos en una perspectiva transpersonal?; ¿cómo queda, en esta nueva vivencia, la relación amor/alteridad?-, sino hacer un planteamiento más global que, situándolo en su marco adecuado, permita iluminar todo el debate.
Quiero, también, aportar elementos que favorezcan el diálogo entre los propios creyentes. No es extraño que nos hayamos identificado tanto con nuestro heredado y familiar “modelo de conocer” que, inadvertidamente, lo hayamos absolutizado, tomando el “modelo” como si fuera el “contenido” de la misma fe. A partir de esta inconsciente confusión inicial, tampoco extraña que, en cuanto se cuestiona aquel modelo, aparezca una precipitada acusación de “panteísmo” hacia quien propone, sencillamente, otro modelo de conocer, quizás más acorde con lo que hoy somos capaces de ver y más coherente con el conjunto de la realidad. Personalmente, cuando son “modelos” lo que está en juego, me resulta tan liberador como estimulante plantearme esta cuestión: ¿Y si las cosas no fueran como las he aprendido o como las he visto habitualmente?
Lo que ocurre es que la religión no soporta bien las preguntas. Apoyada en las creencias, a las que otorga una validez incuestionable al identificarlas literalmente con “la verdad”, promueve una actitud de sumisión y acatamiento a las mismas, llegando a hipotecar incluso su capacidad de pensar en libertad, en aras de un “credo” acríticamente aceptado. En realidad, el único que impide pensar es el “dios mítico”, porque la estabilidad del pueblo o grupo que se halla en ese nivel de conciencia –mítico o etnocéntrico- exige uniformidad en el pensar, que la institución religiosa se encarga de garantizar, recurriendo incluso a condenas de diverso tipo.
La espiritualidad, sin embargo, busca cuestionar toda formulación para poner de relieve los estrechos límites de la mente y favorecer el “paso” a otro nivel de verdad que, sin negar el valor de la razón, lo trasciende. Porque sabe bien que, a diferencia de la actitud sumisa, sólo esa búsqueda sin supuestos previos, cuando no se ahoga, puede terminar conduciéndonos a la pregunta que nos va a poner en contacto con la dimensión profunda (espiritual) de la existencia.
En el caso que nos ocupa, al desenmascarar la trampa de la creencia dualista, no se aboca, como veremos, en ningún tipo de panteísmo que viniera a sustituir el modelo dual anterior. Se trata, por el contrario, de un planteamiento mucho más matizado, en el que empiezan a converger cada vez más los diferentes ámbitos del saber y que, a mi modo de ver, hace más justicia a la realidad, tal como hoy la podemos percibir.
Para empezar, comprendo, como si fuera propia, la insatisfacción de muchos creyentes que, quizás de un modo apresurado y poco riguroso, les lleva a posiciones contrarias al dualismo vivido, sin la suficiente matización. Algo les dice, con razón, que el dualismo del que provienen es insostenible –si no se quiere reducir a Dios a un mero objeto mental-, pero quizás como reacción se lanzan a un uso acrítico, y repetitivo, de determinados términos –unidad, identidad, fusión, Lo Que Es…- que, válidos en sí mismos, suelen ser leídos, sin embargo, en clave monista (o panteísta).
Comprendo también la reacción de otros más numerosos creyentes que, ante ese tipo de expresiones, se muestran profundamente incómodos y reaccionan con fuerza, viendo en peligro la “alteridad” Dios/ser humano, que según ellos queda disuelta en un panteísmo disfrazado. Quienes han asentado su fe en un Dios personal y se identifican a sí mismos con su “yo” separado –es completamente lógico que el “yo” personal (individual) reclame igualmente un “Dios” personal (individual)-, tienen una sensibilidad especial para cualquier planteamiento que, aun desde lejos, pueda sonar a panteísta.
Los escollos a evitar son varios: el dualismo imposible, el monismo (o panteísmo) incapaz de dar cuenta de la variedad de lo real, la fijación en un determinado modelo de cognición que se hubiera absolutizado como el único legítimo, la absolutización también de determinadas formas mentales… Todo ello requiere un acercamiento lúcido y riguroso a lo real, desde una actitud de desapropiación, que nos ayude a no confundir los “mapas” con el “territorio”.
1. El dualismo insostenible
El dualismo nace con el pensamiento. La mente es dualista, porque sólo puede operar si fracciona la realidad en sujeto y objeto (cognoscente y conocido). Quitada esta primera dualidad, la mente se colapsa. Pero, aceptada, se convierte en la fuente de todos los dualismos posteriores.
La mente necesita delimitar todo aquello que quiera pensar; pero delimitar equivale a objetivar. Es decir, la mente únicamente puede moverse entre “objetos”. Hasta el punto, de que el propio sujeto, en cuanto es pensado, termina siendo un “sujeto objetivado”: ¡una verdadera contradicción! De ese proceso de objetivación, no hay nada que pueda escaparse, ni siquiera Dios. El Dios pensado es algo delimitado: deviene, por tanto, un objeto (mental). Con lo cual, desde el momento mismo en que se lo objetiva, está empezando a nacer el ateísmo, que no se resigna a aceptar como “Dios” algo que pueda ser pensado, es decir, un “objeto”, por más atributos con que se lo quiera adornar.
Como consecuencia de ese dualismo –al haber identificado el conocer con la mente-, se pensó el Ser y, de ese modo, también se lo convirtió en objeto: se lo entificó. Con lo que habría de producirse, nada menos, que lo que Heidegger denunció como el “olvido del Ser” –se piensa el ente, se olvida el Ser-, que abocaría finalmente al nihilismo[1].
2. El monismo reductor
El monismo, a su vez, no resulta menos insostenible, por la simple razón de que es incapaz de dar cuenta de la infinita variedad y la hermosa diferencia de todo lo real.
Al proclamar, sin matizaciones, que todo es Uno, no es fácil seguir afirmando las diferencias que percibimos. En términos religiosos, esa afirmación tiene que desembocar, forzosamente, en el panteísmo: si todo es Uno, el Uno es todo.
Pero todavía hay más: el monismo –como su polar, el dualismo- es también resultado de la mente objetivadora. Por eso, tampoco así se supera el dualismo: de hecho, la afirmación de lo Uno excluye su opuesto, que la realidad sea múltiple. Y mientras haya algo “excluido”, nos hallamos todavía en el reino de la dualidad.
3. La clave: el modelo dual de cognición
Monismo o dualismo son las dos únicas salidas posibles para el modelo dual de cognición, y las dos se revelan igualmente engañosas. Al afirmar que “todo es dos”, la realidad queda dicotomizada en partes; si se afirma que “todo es uno”, se deja fuera, inadvertidamente, lo múltiple, “lo que no es uno”; y lo que es más grave, tampoco así se ha logrado el objetivo buscado: superar el dualismo.
El motivo, como decía más arriba, hay que buscarlo en la mente y en el modelo de cognición que se deriva de ella.
Dentro de la evolución de la humanidad y del también evolutivo proceso de expansión-transformación de la conciencia, la mente habría de ir ocupando un lugar cada vez más destacado, sobre todo a partir del siglo V a.C. Con la primacía de la mente, se fortalecería igualmente el sentido del “yo” individual y personalista, como entidad separada, hasta el punto de que, al decir de R. Panikkar, en Occidente, la individualidad llegaría a ser considerada como el primer valor. (Lo cual hizo que, en clara lógica, Dios mismo fuera pensado como “individuo”).
El modelo mental, llamado también modelo dual o cartesiano, se fundamenta sobre el supuesto incuestionado de la oposición sujeto/objeto: esto es lo característico de este modelo de conocer, cuyas consecuencias han quedado señaladas más arriba.
Los logros de ese modelo de cognición están a la vista, en el desarrollo económico, científico, tecnológico… de Occidente. Pero a la vista están también, y cada vez de un modo más patente, sus límites y carencias.
La más grave de ellas: se trata de un modelo que objetiviza todo lo que encuentra. Es absolutamente incapaz, por tanto, de dar razón de cualquier aspecto de lo real que no sea objetivable. No es de extrañar que un modelo de este tipo –aunque esté refrendado por Aristóteles, Boecio, Tomás de Aquino y Descartes- termine conduciendo al extravío y a su propio agotamiento. Porque, como ha subrayado Jorge N. Ferrer[2], es absolutamente incapaz de dar razón de los fenómenos transpersonales y espirituales. De ahí que, forzosamente, ese modelo de cognición –así como lo que habitualmente entendemos por “filosofía” o “teología”- distorsione la espiritualidad: un modelo que reduce a “objeto” todo lo que toca, no sólo no puede dar razón adecuada de todo aquello que es inobjetivable, sino que termina confundiéndolo y olvidándolo por completo. Por eso decía que el destino de la “filosofía” –tal como habitualmente se entiende- es el nihilismo, así como el destino de la teología es el ateísmo.
¿Significa eso negar el valor de la mente? En absoluto. La Modernidad logró algo que es definitivo: no podemos descuidar la crítica racional, si no queremos caer en la irracionalidad. La mente tiene un campo específico de trabajo –el mundo de los objetos- y una tarea inexcusable, la de mostrar lo que no puede ser, sometiendo a crítica todo aquello que, con pretensión de absolutizarse, no sea “razonable”. El problema surge cuando la misma mente se erige en juez y criterio último de verdad: es entonces cuando todo termina reducido a mero objeto. El modelo mental ha invadido un terreno en el que, simplemente, no puede operar.
Pero hay más: Este modelo dual del que venimos hablando no sólo es percibido como inadecuado por la mística y la teoría transpersonal. Es también la nueva física la que está mostrando su inadecuación. A nivel subatómico, se deshace la distinción sujeto/objeto, el observador modifica lo observado, y todo se halla interrelacionado con todo, en una inmensa red en la que todo “depende” de todo, deshaciéndose los principios que rigen el modelo dual. Por eso, el día en que los descubrimientos de la moderna física cuántica lleguen a formar parte de la cultura cotidiana, se producirá una transformación copernicana en nuestro modo de percibir la realidad. Habremos dejado de absolutizar el modelo dual (mental) del conocer y empezaremos a descubrir, con sorpresa y con humor (humildad), cuántos pseudoproblemas filosóficos y teológicos había generado, y cuántos enfrentamientos habíamos protagonizado… únicamente por conceptos y palabras, que en su momento tomamos con si fueran una descripción exacta de lo real. Sin embargo, eran sólo eso: palabras que tenían sentido dentro de un modelo determinado, pero que nos mantenían alejados del Misterio de Lo Que Es.
4. La sabiduría de la No-dualidad
Agotado el modelo dual o mental, ¿qué camino se abre? Una cosa nos queda claro: el Ser no es objetivable, ni “algo” que se pueda conocer mentalmente, sino “algo” que se vive experiencialmente, “algo” que se es. Ni siquiera el propio sujeto puede ser objetivado, si no queremos caer en una contradicción interna.
Todo lo que es, es. Y lo que es no puede ser delimitado ni objetivado, no puede ser pensado, escapa a los límites de la razón dual. A partir de ahí, parece claro que hay que hablar de una realidad supra-objetiva que fundamenta, sostiene y se manifiesta en todo lo objetivado. Ésta es la primera aportación de la perspectiva transpersonal o no-dual: la supuesta existencia de un sujeto clausurado y autoconsistente frente a una realidad “externa” es, pura y simplemente, una creación de la propia mente. Quita la mente, y ese dualismo desaparecerá, en lo que tiene de “absoluto”. La no-dualidad seguirá afirmando las diferencias, pero no la separatividad.
Ésta es, probablemente, la intuición más interesante y revolucionaria del pensamiento contemporáneo: sujeto y objeto, hombre y mundo constituyen una unidad indisoluble. Sujeto y objeto –escribe Mónica Cavallé-, lejos de ser algo dado y en sí, son “dos polos de un mismo y único acto de recreación permanente”.
Las modernas ciencias cognitivas están avanzando en esta dirección que, en mi opinión, va a resultar revolucionaria. No es para menos, porque se trata del salto de un modelo de cognición a otro: de uno mental/dual/egoico a otro transmental/no-dual/transpersonal. Por aquí pasaría el “salto de nivel de conciencia”, que augura una transformación en nuestro modo de percibir y de actuar.
Ahora bien, si la realidad no-dual no deja nada fuera de sí, ¿cómo poder situarla ante los ojos? Porque todo lo que pudiéramos llegar a pensar no podría ser nunca la realidad no-dual, sino únicamente un “objeto”, mayor o menor, pero objeto al fin.
Dicho de otro modo: dado que el Ser no puede ser delimitado (objetivado), no está tampoco al alcance de la razón (no puede ser pensado). Eso significa que no se lo puede conocer pensándolo, sino siéndolo. Lo conoce quien lo es. De ese modo, conocer y ser se reclaman mutuamente. Con otras palabras: el acceso a la verdad del Ser acontece sólo en y a través de la realización experiencial de dicho conocimiento.
Ello implica que no puede haber conocimiento si no hay transformación (metanoia) de quien se apresta a conocer. El conocer modifica a quien conoce y sólo la transformación hace posible conocer el Ser. (Los místicos han expresado algo similar: No cabe conocer a Dios, sólo cabe serlo. O de otro modo: sólo cabe conocerlo siéndolo, con un conocimiento no-dual, en el que no hay un conocedor distinto de lo conocido, ni lo conocido se convierte en objeto: “Qué sea Dios, lo ignoramos…; es lo que ni tú ni yo ni ninguna criatura ha sabido jamás antes de haberse convertido en lo que Él es”, proclamaba el místico cristiano Angelus Silesius (1624-1677).
Sólo a través del silenciamiento de la conciencia dual, acallando la mente para poder ir “más allá” del pensamiento, puede desvelarse otro modo de conocer. Dicho con otras palabras: no se puede superar el modelo dual a través del pensamiento –por algo tan obvio como que la mente nunca podrá ver más allá de la mente, más allá del propio marco o modelo mental-, sino acallándolo, para poder trascenderlo. Esto es lo que proponen todas las prácticas meditativas.
Y lo que emerge entonces es una modalidad de conciencia previa a la división sujeto-objeto. Previa a la vivencia subjetiva que el yo tiene de sí y previa a su vivencia objetiva de la realidad, hay una experiencia directa, supraobjetiva, no relacional, inmediata e irreductible del Ser/Sí Mismo. Una vivencia que diluye las contradicciones en virtud de las cuales el yo llega a ser siempre un extraño para sí mismo, y lo otro, mero objeto unívoco que nunca es en sí sino sólo en la re-presentación del yo.
Por eso, las doctrinas no-duales no pretenden ser teorías explicativas, no proporcionan porqués; son sólo modelos operativos de transformación-comprensión.
En Occidente, el saber se ha sustentado básicamente en el conocimiento racional y en la fe en una revelación teísta. Es decir, se ha fundamentado en un paradigma dualista. Por eso, cuando el creyente oye hablar de la superación del dualismo, se le encienden todas las alarmas, porque le parece que eso equivale a negar la distancia entre el Creador y la criatura, creencia que cimenta toda su fe. Eso es inevitable cuando –por estar anclado en un modelo dual- se considera que la alternativa al dualismo es el monismo (panteísmo), que nivelaría a Dios y lo creado y negaría su trascendencia.
Pero la perspectiva no-dual (transpersonal) supera el dilema dualismo-monismo; no niega la relación Dios-criatura, la respeta en su nivel, si bien otorgándole un trasfondo que transfigura dicha relación y le permite trascender su carácter alienante y dilemático.
En esa perspectiva no-dual, tanto el sujeto como el objeto son relativamente reales y no cabe reducir la realidad de uno al otro (como hace el monismo idealista, por ejemplo); ambos son expresiones de la Conciencia pura (como las olas y el océano).
Si aplicamos todo esto a nuestro modo de hablar de Dios, tendremos que concluir que el modelo dual (mental) es absolutamente incapaz de formular algo sobre Él que no sea inadecuado. La razón es simple: tal modelo no puede referirse sino a un Dios objetivado, algo en sí mismo contradictorio. El Dios de la fe-creencia –el Dios pensado- es, necesariamente, un dios-objeto.
Pero un Dios que es objeto, tarde o temprano, no puede sino morir. El monje cisterciense Thomas Merton lo expresa con tanta claridad como contundencia: “Muere no sólo por tratarse de un objeto abstracto sino porque contiene tantas contradicciones internas que deviene por completo inaceptable, a menos que se le solidifique como ídolo, protegiendo su existencia por un mero acto de deseo”[3].
Ahora bien, la alternativa a este modelo no es el monismo (o panteísmo); también esa afirmación, como hemos visto, sigue naciendo de la mente dual y, por lo mismo, sigue siendo objetivadora: el “Uno”, por más que se le nombre de este modo, tampoco deja de ser un “objeto” mental.
El modelo dual de cognición únicamente es trascendido en el modelo no-dual, que requiere el silenciamiento de la mente y permite la afirmación simultánea, ¡no-dual!, de todo lo que es, en su carácter absoluto y en el manifiesto (o relativo). Ni se niega, ni se reduce, ni se absorbe una parte en la otra. Todo eso serían aún movimientos duales.
Entre lo absoluto y lo relativo, entre Dios y el mundo, no hay una simetría ontológica que permita hablar de comparación u oposición real. Esta no reciprocidad excluye la posibilidad de calificar esta perspectiva de panteísmo o de inmanentismo.
Lo Absoluto y lo relativo no son dos conjuntos dualísticamente enfrentados; tampoco quedan confundidos o disueltos en un monismo amorfo; son, más bien, las dos caras de una misma realidad, en relación no-dual. De modo que no puede ser el uno sin el otro, como el océano y las olas, el bailarín y el baile: “si yo no existiera, Dios no sería «Dios»”, decía el Maestro Eckhart; si bien sigue siendo cierto que lo “relativo” no agota lo “Absoluto”.
Dios es absolutamente trascendente con relación al mundo. Pero no como realidades separadas (dualismo), sino en una no-costura. Dios y el mundo son no-dos. Y esto no puede ser pensado –la mente únicamente puede pensar el “uno” o el “dos-; sólo puede ser experimentado y vivido, únicamente se puede serlo.
Esa Unidad-en-Dios, la experiencia no-dual que nada separa ni nada niega, es lo que experimentan los místicos. Por eso, querría concluir con un texto de santa Teresa de Jesús que, aun siendo ejemplo de oración relacional y afectiva, en su obra de madurez se ve llevada por su propia experiencia a reconocer la Unidad, echando mano de imágenes atrevidas:
“Digamos que sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una... Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; o como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida, se hace todo una luz” (7 Moradas 2,4).
Para volver al principio. Todos podemos correr el riesgo de descalificar aquello que nos resulta demasiado nuevo o, simplemente, desconocido. De ahí, la importancia de “tomar distancia” de nuestro propio sistema de pensamiento –lo cual implica ir desarrollando la capacidad de observar a distancia nuestra mente-, para preguntarnos: ¿y si las cosas fueran de otro modo a como yo las pienso?
En concreto, quienes han crecido identificados con el modelo dual o mental de cognición, pueden calificar de monista o panteísta a quien ponga en cuestión el dualismo, que para ellos ha llegado a ser, por familiar, incuestionable.
Pero rechazar el dualismo no significa adherirse al monismo. La perspectiva no-dual parece la más adecuada para dar razón de lo real. Y es la perspectiva que se abre en cuanto dejamos de reducirnos a la mente. De ahí, que sea denominada como “transmental” o “transpersonal”.
Por otro lado, cuando el modelo dual de cognición se aplica a la teología –y se absolutiza, confundiendo de nuevo el territorio por el propio mapa-, sus partidarios aparecen preocupados por salvar, antes que nada, lo que ellos llaman “la alteridad entre el Creador y la criatura”. Pero, ¿qué es esa proclamada “alteridad”, fuera de ese mismo modelo dual? ¿No es sólo un concepto más? ¿Qué vive quien va más allá de la mente? ¿Cómo vive a Dios quien realmente lo vive?
La persona que lo experimenta trasciende los límites de la mente –que únicamente puede pensar el dos o el uno-, para vivir en la plenitud de Lo no-dos.
Teruel, 25 febrero 2009
[1] Pueden verse todos estos desarrollos, con más detalle, en el magnífico estudio de Mónica CAVALLÉ, La sabiduría de la no-dualidad. Una reflexión comparada entre Nisargadatta y Heidegger, Kairós, Barcelona 2008. (Espero enviar pronto un comentario más extenso sobre este importante libro, al que sigo en algunos puntos de este trabajo).
[2] J.N. FERRER, Espiritualidad creativa. Una visión participativa de lo transpersonal, Kairós, Barcelona 2007.
[3] Th. MERTON, El zen y los pájaros del deseo, Kairós, Barcelona 1994, p. 38. Citado por M. CAVALLÉ, ob.cit., p. 422.